José Enrique Ruiz-Domènec
Universidad Autónoma de Barcelona
José Enrique Ruiz-Domènec es escritor y académico; en la actualidad trabaja de catedrático en la Universidad Autónoma de Barcelona y de profesor visitante en la Ecole des Hautes Etudes de Paris. Sus últimos libros son: Le grand roman de notre histoire. Paris, Editions Saint-Simon, 2013. Y Escuchar el pasado. Ocho siglos de música europea. Barcelona, RBA, 2012.
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Alrededor de 1860, al inicio de la importante década que culmina en la batalla de Sedán, el dominio del mundo cultural alemán supone, en primer lugar, imponer una música a los jóvenes deseosos de encontrar un sentido a la vida, lejos de la «charme» de Paris, lejos por tanto de su «vie moderne», mezcla de esnobismo y Geistesabwesenheit, distracción. Schopenhauer lo había dicho y el recién coronado rey de Prusia Guillermo I lo creía firmemente como si buscara subsanar la decisión de su célebre antepasado Federico Guillermo IV que no quiso aceptar la corona de emperador que le ofrecía el pueblo desde las barricadas.
La Deutschum, la germanidad, desemboca así en una Bildung, una práctica cultural y educativa que reclama la participación del Estado en la formación del ciudadano, gracias a la cual se les inculca los valores de una civilización científica y técnica sobre los que una nación fuerte y unida debe basar su Staatsleben, su vida política.
En la parte escénica de esta ambición pangermánica, la música glorifica los antiguos mitos en el interior de la tradición operística.
En unos años de profundo desapego a la Borniertheit, la estrechez local, las representaciones de lo genuinamente alemán estuvieron relacionadas con el colosal proyecto musical de Richard Wagner. Los mitos que poseen la facultad de emocionar a una sociedad anhelante de una única identidad nacional son, notoriamente, expresiones de un pasado glorioso que se sitúa en un tiempo apenas perceptible por la historia pero cargado de significado por la leyenda. La idea llevaba años en elaboración desde que Georg Friedrich Creuzer la avanzó en 1810-12 en su influyente Symbolik und Mythologie y la completó más tarde Karl Otfried Müller en Die Dorier, de 1824. Para ello, se elabora una música que el mismo Wagner valoró como una Gesamtkunstwerk, una obra de arte total; la única forma de lograr la derogación del Trennung, la escisión, que ya había hecho sufrir a todos los grandes músicos de la Romantik, incluido su suegro Franz Liszt. En esa forma se consigue aunar en una inmensa madeja lo interior y lo exterior, la memoria y la historia.
Así se celebra la creciente aspiración de todo buen alemán, querer ser Sigfrido, ya que esa figura mítica se convierte en el referente para unos sectores sociales cada vez más inflamados de pangermanismo, incluso en las regiones renanas, donde el legado de los Minnesänger medievales había implantado, sin embargo, otros símbolos de gloria para Alemania, en la rememoración de las figuras llenas de nostalgia del teatro de Schiller, la poesía de Novalis o Jean Paul, los dramas de Goethe o los ensayos de los Schlegel. Para contrarrestar esa nostalgia de lo medieval, Wagner compuso Lohengrin: la confiscación de la poesía de los Minnesänger por el pangermanismo. Esa ópera ofreció grandes expectativas desde su estreno en Weimar en 1850; no solo conmovió al joven rey Luis II de Baviera, al que pronto se le conoció como «der Märchenkönig», el rey del cuento de hadas, sino que le llevó a construir un castillo a la altura de esa música de cuento de hadas, el Neuschawanstein, la nueva piedra del cisne, alusión al caballero del Cisne, Lohengrin. Wagner no se habría atrevido ni habría sabido llegar hasta aquí; pero precisamente de aquí parte el mecenazgo que le permitió afrontar una obra colosal para la elaboración de los mitos germánicos.
Y en este proceso también se confirma el efecto del piano en el público que quería convertir el romanticismo en una causa política a favor de una Alemania unificada. Aquí tercia, notablemente, Schumann, el músico capaz de revelar mediante una invocación a la profundidad del alma, las razones de que el pueblo alemán no hubiera encontrado aún su destino en la historia gracias a su tendencia a la disgregación. El piano de Schumann, expresión poética de una voluntad que anhela el retorno a la unidad alemana perdida en el origen, constituye, en efecto, el punto de apoyo de la renovación del lenguaje musical de la Romantik, el lugar de formación de los jóvenes (hombres y mujeres) en un modo de entender la vida que era estrictamente un modo de amar la música, el primer elemento de una defensa del pangermanismo como la norma superior de la civilización europea. Con “ese” piano se celebraban, asimismo, las veladas solemnes de la alta sociedad que buscaba un acomodo cultural a un estilo de vida sustentado en la riqueza procedente de la industria, la navegación y el comercio. El piano les agrupaba al caer la tarde, mostrando a todo el mundo que no era un elemento accesorio, sino la expresión de una modo de vida. Cuando el secreto de lo alemán está en las notas que salen de “ese” piano, la música revela la emoción colectiva que despertaban los grandes acontecimientos vinculados al sentimiento nacional. Ya no se recuerda Mozart, sino que únicamente se proyecta una especie de gnosis en el nocturno, el improntus, la arabesca, las variazzioni o los intermezzi. “Ese” piano se convirtió en un estandarte, el significado de un poder, el de la Kultur alemana pensada hasta el fondo.
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Durante los mismos años que llevaron al rey Guillermo I de Prusia a coronarse emperador de Alemania en el Salón de los Espejos de Versalles convirtiéndose en el káiser de un vigoroso Reich, los músicos alemanes se vieron envueltos en una profunda y aún poco advertida guerra cultural. Tras haber sofocado el espíritu de Haydn, Mozart y Beethoven, cuyo legado advertía que estos procedimientos musicales podrían terminar siendo la expresión de la «vulgarité» de la que había hablado Germaine de Stäel en los días de la invasión napoleónica, y tras haberle demostrado que no había otra solución a los burgueses de Dresde, Frankfurt o Hamburgo (estos últimos retratados más tarde por Thomas Mann en Los Buddenbrook), el junker convertido en canciller Otto von Bismarck desarrolló un intenso programa de medidas sociales encaminadas a las Verstaatlichung, nacionalizaciones (la palabra surge ahora) como principal argumento a favor del Estado que, al cabo, iba a impulsar la unificación de Alemania. Se trataba de arrebatarle a los rebeldes la razón de la disidencia, y la acción política de la dinastía de los Hohenzollern dispuso una identificación entre el futuro que ella representaba y el pasado mítico alemán que habían planteado las lecciones berlinesas de Schelling sobre la Philosophie der Mythologie, en 1842-45. Ya que, según Bismarck, existía una estrecha relación entre la política exterior y el arraigo de una Kulturbefoïderung.
Era evidente que la nueva realidad histórica para Alemania necesitaba de un músico que la comprendiera y le ofreciera una línea de actuación magistral e inclusiva. Y hacerlo además en un escenario. En la segundad mitad del siglo XIX, la ópera impera por todos lados y sus éxitos más sonados no residían en críticas sociales al modo de Mozart o Rossini, sino en la apropiación de la identidad de un pueblo, con la búsqueda de la señas de identidad en el pasado. La ópera juega más que nunca un papel trascendental para acomodar a la burguesía surgida de la revolución industrial en los valores de la aristocracia terrateniente. Así, le llegó la oportunidad que la historia ofrece pocas veces a un individuo, le llegó la oportunidad a Richard Wagner. Él supo mostrar el significado de la germanidad, como Giuseppe Verdi (que nació en el mismo año) supo relatar los valores de la resistencia a lo austríaco para legitimar la unificación italiana.
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Richard Wagner quiso, efectivamente, introducir un sistema de valores procedente de los mitos germánicos en el imaginario político de la nueva Alemania, cosa que logra de dos maneras complementarias entre sí. En primer lugar, puesto que los mitos constituían los Grundlagen, fundamentos, de lo auténticamente alemán, tenían que ser explicados por medio de una música adaptada perfectamente al espíritu de la época; es decir, debían encontrar un lenguaje que fuera más allá de la tradición (es decir, más allá de Haydn, Mozart o Beethoven) para que la sociedad alemana pudiera entenderlos como un elemento más de las emociones nacionales. El sueño de reconciliación de la realidad con la realidad alemana podía, por consiguiente, verificarse confiándose a la magia de una prodigiosa forma musical, que él mismo se encargaría de renovar en profundidad: la ópera en alemán. Nadie sospechó en esos años que detrás de una escenografía de dioses, héroes y valkirias con bellas y pegadizas melodías, se ocultaba el riesgo de la más inquietante emigración del mundo moderno: la del espíritu hacia la barbarie.
Pero antes que eso ocurriera (que desgraciadamente ocurrió), la ópera de Wagner liberó al Prometeo alemán de sus cadenas, mediante un hallazgo procedente de la Romantik que él sin embargo sublimó con la fuerza que le permitió la recuperación de los mitos. Un ejemplo de lo que digo. El papel que desempeñaban las mujeres de la alta sociedad en la consolidación de la germanidad exigía compensar la rudeza del militarismo con sus códigos de honor forjados en el uso de las armas, con la enseñanza del valor de las emociones. Wagner relató la importancia de las valkirias en el resplandor de sus cabalgatas o en el amor por un héroe aturdido. Flores de pangermanismo y, por tanto, modelos de conducta, la música tuvo que preparar, primero, un lugar propicio para reflexionar sobre el origen y fin del mundo de los dioses (la tetralogía El anillo de los Nibelungos), y, más tarde profundizar en la morada del amor, que le llevó a componer Tristán e Isolda. Así, los acordes presentes en estas brillantes composiciones (y en otras más) ofrecieron, al lado del piano e Schumann, las repuestas que gran parte del público esperaba sobre la cuestión central de cual sería la música apropiada a la Kultur alemana. Fue entonces cuando se reveló con toda intensidad el principio del placer estético como vehículo de transmisión de unas ideas políticas.
Wagner le había dado la vuelta a Beethoven y no solo al cuestionar la armonía basada en seis acordes dependientes de una nota fundamental sino la necesidad de que la música fuera el síntoma de la ascensión de Alemania al lugar que el destino le tenía preparado, como se puede apreciar en la Overture de Tannhauser, un primerizo pero titánico esfuerzo por despertar a los individuos a la necesidad de una comunidad alemana.
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Después de su estreno en Dresde de 1845, ya no era posible la marcha atrás al comprobarse de que como la insistencia de una melodía a la que tratan de responder los violines con un poderoso ritmo sirvió para sacar para siempre a la burguesía alemana del espíritu del Vormärz. La revolución había empezado con la obra de un músico al que se le calificó de poeta trágico; un músico capaz de poner toda la historia a su servicio (lo hizo Nietzsche en los trabajos preparatorios de Richard Wagner en Bayreuth, afirmación de la que se tendría tiempo para arrepentirse).
La segunda manera fue el recurso a la praxis que alude a la pasión del conocimiento iniciático, presente, con toda su enorme implicación ideológica sobre el trabajo asalariado y el valor del capital, en la Ideología alemana de Karl Marx y Friedrich Engels, y, por supuesto, en las ideas de Mijaíl Bakunin, presentes en la insurrección de Dresde, a la que Wagner prestó su apoyo hasta el punto de ver truncada su carrera en la corte del duque de Sajonia. Pero al final se vio claro que la praxis para construir la germanidad no sería una acción del pueblo en marcha sino la decisión estratégica de un junker prusiano, que puso a muchos alemanes, incluido el propio Wagner, en un gran apuro al ver en peligro su principal Geist, el nacional. Sin embargo, con el tiempo, los apuros se convierten en estímulos para evitar que los anhelos de un pueblo se petrifiquen en las ambiciones de un Imperio. La germanidad exige ante todo la voluntad de experimentar. Y estaba claro que la música era la única capaz de hacerlo, ya que la filosofía parecía perderse en sistemas formales poco accesibles al gran público. Por otro lado, los éxitos del mariscal de campo Helmuth von Moltke llevando un poderoso ejercito mecanizado a Metz hasta lograr la derrota del sorprendido Napoleón III mostraron el camino de una fuerza que se valora como capacidad de control de un pueblo. La guerra franco-prusiana había sido una fiesta, y sin duda la fiesta más excitante, a la que los jóvenes de la alta sociedad alemana acudieron luciendo los más glamurosos atavíos: uniformes, condecoraciones, abrigos de piel y cascos con punta cubren los bulevares, comenzado por el más famoso de todos ellos, el Unter den Linden de Berlín, los palcos de opera, las salas de baile o la recepciones en las embajadas. En ese ambiente la tarea primordial del llamado “músico de Alemania” era buscarle un alma a ese decorado triunfalista. Cuando los mariscales de campo, los generales, jefes y oficiales regresaron victoriosos de la campaña en Francia, exigieron, primero con sugerencias personales, luego con reclamos a través de sus intermediarios en la prensa escrita, una música a la altura del Reich que habían logrado construir en los campos de batalla. Urgía hallar un sonido propiamente alemán, unificador, encaminado a expresar las posibilidades del Kulturkampf como signo de distinción de un pueblo. Se creó una gran expectación al respecto. No era para menos, ya que nadie quería ver que esa Bildung podía no ser inevitable. Antes de seguir los pasos de Wagner para encontrar ese alma surgida de una victoria militar, convendría detenerse en el momento que algunos músicos alemanes empezaron a sospechar que ese camino tenía otra posibilidad además de la victoria como razón ultima del ser del pueblo alemán: la posibilidad de la derrota.
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Con el Requiem alemán, Brahms expresa el desapego por las supuestas virtudes de ese proyecto cultural y educativo, una Bildung que, en su opinión, era contraria al verdadero espíritu alemán que representaba Beethoven, nunca Wagner. Y mientras plantea esas dudas puede ver en el horizonte la aparición de grandes términos filosóficos que apuntalan la germanidad: voluntad, representación, mundo, renuncia, y en medio de ellos su impulsor, Schopenhauer sosteniéndolos con el peso de su autoridad: “Un pueblo solo tiene completa conciencia de sí mismo gracias a la historia”, escribió, la señal de un destino manifiesto. Brahms sabe que no tiene nada que hacer en “esa” Alemania, y lo dice con la convicción de quien sabe que una decisión así es definitiva.
En 1862, Brahms llega a Viena, decidido a quedarse mientras Alemania siguiera las sendas que había comenzado a trazar Bismarck para la familia de los Hohenzollern. Nunca saldrá de la ciudad; en ella moriría en 1897; en ella compone sus mejores obras; conoce la alegría y el pesar en medio de una vida difícil por su convicción de haberse situado en una isla de la historia. Esta actitud de retiro le acerca al último Bach y al último Beethoven, motivo por el que Hans von Bülow habló de “las tres bes” de la música alemana; expresión que se ha malinterpretado en numerosas ocasiones al creerla una especie de canon cuando en realidad solo se refiere a la disposición del alma de tres grandes hombres que salen de la historia (alemana) para encontrar su música.
Era fácil refugiarse en Viena: la atmósfera de conciliación espiritual, que percibió Stefan Zweig en sus memorias, permite el desarrollo de una cultura cosmopolita en abierto contraste con el pangermanismo de Alemania. La guerra contra Dinamarca impulsada por la decisión del rey Cristián IX de anexionarse los ducados de Schleswig-Holstein supuso una reafirmación de este valor. Bismarck consiguió la anexión de los estados del norte de Alemania (Hannover, Essen, Frankfurt, además de los ducados en litigio), creando la Confederación de la Alemania del Norte, bajo la dirección de Prusia. Frente a estos hechos, y la consecuencia para el mundo vital que forja la música, el espíritu vienés invitaba a la fusión de diversas identidades, eslava, húngara, judía, Italia, flamenca, española y por supuesto austriaca, aceptando la armonía resultante como una síntesis de contarios. Además por esos años estaba en pleno crecimiento debido precisamente a la emigración de gente procedente de las antigua provincias del Imperio delos Habsburgo en tiempos de María Teresa y en pleno fomento del teatro imperial, el Burgtheater, donde sonaron por primera vez las notas de Las bodas de Fígaro de Mozart y que en ese momento media el pulso cultural de la ciudad; como lo media para los auténticos melómanos el Salón Bösendorfer, una pequeña sala de conciertos ideal para escuchar música de cámara. Círculos selectos de aficionados que, sin embargo, podían competir con los profesionales en el conocimiento de una obra; se daban cuenta de inmediato cuando una nota faltaba o un pasaje se hacia demasiado rápido; discutían el tono, el ritmo y el tempus como sin ello le fuese la vida. No dejaban pasar nada y confería a cada concierto un ritual de paso para entrar en el cerrado mundo del verdadero saber musical.
Los periódicos intervienen en la creación de esta atmósfera. Siguen de cerca las polémicas sobre el gusto musical. Este es el principio que ilumina el último brote del espíritu romántico antes de que se subsumiera en otras corrientes. El anhelo de un mundo libre, sensitivo. Se habla de pasión, no de una manera vaga e indefinida, sino de una manera directa. ¿Pasión religiosa? ¿Por qué no? Ahí está Anton Bruckner que sin embargo opta por la música sinfónica ante la sorpresa de Hugo Wolf. Pero también pasión por lo humano donde el sentimiento se convierte en conocimiento y el conocimiento en sentimiento. Es lo que hace Johannes Brahms. Esta manera de proceder está presente en el «cuasi minuetto, moderato» del Cuarteto para cuerdas op. 51 núm. 2.
Esta pequeña obra maestra en La menor (una de las mejores de Brahms, en mi opinión) expresa toda la tensión contenida de los años de combate. Firmeza, valor, comprensión del destino. La tristeza está ahí, pero también la esperanza. Cuarteto trágico y grandioso. Schumann vio la partitura por primera vez, luego llegaron los retoques, la necesidad de precisar su armonía. Son las expresiones de la necesidad de salir cuanto antes del ambiente cultural alemán. Ritmos puntuados, lucidez sobre la historia que está ocurriendo a su alrededor. Su estreno tardó más de la cuenta. Cuando por fin se hizo, en 1873, tenía un valor aún mayor como testimonio, ya que para entonces el azar, esa categoría pura del presente según Reinhart Koselleck, le lanzó un pulso a la historia de Alemania en forma de un incidente en apariencia banal que desencadenó la guerra con Francia, en la que de nuevo el azar volvió a jugar la partida principal, cuando los estados del sur de Alemania, incluida la Baviera del rey Luis, se unieron a la Confederación de la Alemania del Norte.
En ese ambiente, Brahms había pensado al concentrar todo el lirismo del comienzo de esta pieza en un dramático Allegro assai no, que entiendo como la expresión de una queja por su época: no es ese el camino que la humanidad debe seguir si aspira a convertir el sentimiento en conocimiento. La figura de Brahms comienza a ser incómoda, no solo por la leyenda de un alemán exiliado de la Bildung que había convertido Alemania en un Reich (por tanto un gesto extravagante a juicio de los wagnerianos, por ejemplo) sino también por su excesiva notoriedad en la sociedad vienesa, pese a no forma parte de los círculos que marcan la tendencia cultural en la ciudad, que tiene un carácter completamente nuevo, y no plutarquiano, sino que en determinados momentos nos vemos obligados a reconocer que, en el drama que se esta creando en Europa tras Sedán, esa figura es realmente la encarnación histórica del principio de la grandiosa ilusión de que se puede confiar aun en la fusión de emociones que hizo posible a Schiller o Goethe, a Beethoven o Schubert. La fusión de emociones del romanticismo, y Brahms quiere mantenerse fiel a ella, a pesar de que el mundo musical vienés cede a las ideas que vienen de Alemania y parece dirigirse hacia los planteamientos pancromáticos y al uso de la disonancia.
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En la década de 1870, Wagner ha puesto definitivamente su música al servicio de la Kultur alemana, actuando sobre el subconsciente de las personas (una idea que en Viena tenía una explicación científica gracias al psicoanálisis); por eso busca que se mimeticen las sensaciones y lo consigue apretando un tema aquí o ensanchando uno allá. Pequeños golpes de efecto en el Idilio de Sigfrido o en la Káiser march, mientras madura el Parsifal, la ópera donde un suceso casual, el hallazgo del Grial, revela el núcleo agónico de la vida humana. El conocimiento del misterio procede del sufrimiento de Amfortas, el hombre con voz de barítono que guía el camino al joven Parsifal cuya explicación necesita profundizar «naturwüchsig» en el simbolismo; en el simbolismo del Grial antes que en ningún otro, a condición de que sea el Cáliz de la Última Cena, el de la tradición cristiana, no la esotérica piedra celestial del Parzival de Wolfram von Eschenbach; pero también en el simbolismo de sus guardianes, los caballeros templarios. Los eruditos de esos años estudiaban la orden medieval para glorificar una tradición aplastada por la Iglesia de Roma y los reyes de Francia: un hecho que satisfacía a los políticos y militares del Reich que eran antifranceses y anticatólicos. En la invocación a unos caballeros que guardan la figura simbólica del Grial, residía, en efecto, la posibilidad de que el pangermanismo llegara por medio de las asociaciones wagnerianas más allá de las fronteras de Alemania: se convirtiera en una praxis cultural en toda Europa.
Nada de eso le gustó a Brahms. El tenía otras ideas sobre la cultura alemana, otras formas de expresarlas. Otra música. La polémica entre los partidarios de uno y de otro dio lugar a famosos desencuentros. En uno de ellos, el 2 de diciembre de 1883, la noche del estreno de la Tercera Sinfonía de Brahms bajo la dirección de Hans Richter se produjo un escándalo colosal con gritos de desaprobación en medio de una interminable salva de aplausos. El público estaba claramente dividido, enfrentado. Los vieneses creían que se volvía a los tiempos de Mozart; en Paris se pensó que esa atmósfera la habían vivido con Berlioz en las semanas previas a los “tres días de julio”. El enfrentamiento entre los dos gigantes de la música alemana contiene en sí mismo elementos de significación más que suficientes para cuestionar el sentido de la unidad que una de las partes le había querido dar a la Kultur alemana. Y esto estaba en el origen de los ataques de unos y en la defensa de los otros. Atendamos el tercer movimiento, «poco allegretto», de la Tercera Sinfonía de Brahms para tener elementos de juicio para entender el fondo de la polémica.
¿Por qué esta melodía es única? Muchos connaisseurs, y la inmensa mayoría de aficionados han entendido esta propuesta en términos de un reclamo a las emociones de un alma dolorida, criticándola o exaltándola, y han supuesto que pretendía afirmar la capacidad del yo de regenerarse tras una crisis afectiva. Es lo que creyó François Sagan, por ejemplo, en la novela Aimez-vous Brahms?, llevada al cine con la misma intención narrativa. Pero, en primer lugar, el poco allegreto existe en tanto respuesta al modo del scherzo de Beethoven con su ímpetu dramático para articular un finale. Sobre este punto Brahms decide cortar con la tradición y avanza en la dirección de una búsqueda que afine el valor del yo en medio de las dudas; ya no es un yo absoluto, sino un yo que se problematiza con los impulsos que vienen de su interior, y que a veces reconoce en los sueños. Busca así la simultaneidad entre lo que se ha tenido y lo que se puede tener, pasado-futuro, como expresión no de un acto de negación trágico (al modo del Tristán) sino como una nostalgia de los momentos en que eso es posible, enlazando así con la tradición de Novalis o Jean Paul, una tradición alemana ajena a la germanidad que trataba de imponerse tras 1870. De ahí el rechazo de quien ven en este movimiento un acto de conservación, cuando era todo lo contrario ya que afirmaba el carácter sustantivo del yo ante la encrucijada del afecto. ¿Por qué repercute en la conciencia, en tal caso? Porque se trata de encontrar una explicación a la Erlebnis, vivencia, antes de que Dilthey perfile su verdadero alcance ontológico (lo intentó en 1877 pero lo logró en 1905 en su obra Das Erlebnis und die Dichtung): la función interpretativa para el estudio de la conducta humana. La apelación a que la música advierta el principal valor que con Goethe y Stefan George situó a la poesía alemana en el camino del ser resucita en el inconsciente del público entusiasta de la música de Wagner el terror a que lo alemán vuelva a ser la casa de la poesía y no de una construcción cultural. De ahí nace la protesta, un rechazo que evita el super-yo, por tanto el más agudo, porque no se entiende al yacer en lo oculto de la mente incapaz de analizarse (o sin medios para hacerlo, ni siquiera tras Freud y Jung se consiguió por entero); pero al hacerlo sustituye «les donnes inmédiates de la conscience» por el placer de interpretar todos los tonos al escuchar una melodía.
Y aquí, en la polémica musical la sociedad alemana responde: el guía debe ser Wagner si se quiere ahondar en el valor del mito (y ponen como ejemplo el Idilio de Sigfrido), o debe serlo Brahms si se aspira a la redención del espíritu europeo a través de das Erlebte, lo vivido (y citan el poca allegretto de la Tercera Sinfonía). Así, para unos la construcción cultural es origen de la forma de ser alemana y para otros es la vivencia, capaz de abarcar todos los actos de la conciencia humana, incluso apostillará mas tarde Edmund Husserl la intencionalidad en las decisiones.
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Hacia 1888, en medio del debate sobre la configuración de un ser alemán por medio de la música, comenzó a emerger otro Lebenswelt, más civil, más crítico, y que procedía del legado clásico. Un número cada vez mayor de pensadores empezaron a reflexionar sobre la política que sustentaba ese lenguaje musical. Esta nueva atención prestada a los mecanismo de legitimación del poder del Reich procedía del mismo crecimiento del Estado y del perfeccionamiento de sus órganos. La administración pública comenzó a nutrirse de funcionarios instruidos y que habían adquirido en las universidades el gusto por la cultura y por lo tanto por la música. A su lado, figuras emergentes en los diarios comenzaron a dar su opinión sobre los asuntos importantes y a discutir acerca de la naturaleza del Reich. Pues en la misma época, algún influyente herr Professor (por ejemplo Karl Lamprecht, que por ese motivo se enfrentó a Georg von Below) dirigía su interés hacia la Staatsleben; y así la sociología y la ciencia política comenzaron a ser parte de la Kultur. Eso significó que la música podía ser interpretada conforme a sus métodos pues, al cabo, la Kultur era en esencia la música alemana; una idea que atravesó las fronteras hasta el punto que en 1882 el poeta francés Paul Verlaine en su «L’art poetique» dejó a la posteridad el célebre verso: “De la musique avant toute le chose”.
Esa reflexión comenzó a desarrollarse, primeramente, con el ataque de Nietzsche a Wagner a propósito del Parsifal, una ópera que no le gustó entre otros motivos porque allí se confundía fons y origo, que era tanto como decir que el “músico de Alemania” al final había rechazado la idea central de su primer y mayor admirador, que en Die Geburt der Tragödie situó la música como la forma de entender el conflicto entre Apolo y Dionisio, por las ideas de Edouard Schuré, cuyo libro Le Drame musicale de 1876, situaba la búsqueda hermética como la única y suprema virtud del hombre. Por eso Nietzsche acusa a Wagner de haber sucumbido a una guía para iniciados, no a una reflexión filosófica sobre el valor del mito en la construcción del ser alemán; y de haber caído en el laberinto del alma moderna y por lo tanto, “en la oscuridad y la decadencia”. Por eso le lanza la Carmen de Bizet a la cabeza: esa ópera y no el Parsifal abre al espíritu de una época que quiere conocer el poder del instinto.
Las posiciones se endurecieron; ya no era posible la concordia entre las dos formas de entender el ser alemán a través de la música. Entonces aparecieron los trabajos que el historiador suizo (de cultura alemana) Jacob Burckhardt se había negado a publicar hasta entonces: la monumental Griechische Kulturgeschite y las muy sobresalientes Welgeschichtliche Betrachtungen, cuyos puntos de vista sobre «der geschichtliches studium» coinciden, como observó Hans Blumenberg, con el escatológico cambio de humor del fin de siècle en Alemania.
El debate musical alimentó controversias sobre los fundamentos de la germanidad. Mientras que unos utilizaban todos los recursos de la tradición clásica para dar termino a una teoría política para el Reich que diera paso al nuevo músico de Alemania, otros, principalmente los wagnerianos huérfanos de su mentor (que había muerto en Venecia en 1883), buscaban en la mística de la luz argumentos contra cualquier comprensión ajena a los mitos pangermánicos. Unas ideas que conectaban con la de los modernistas que, como Walter Pater o Ezra Pound exaltaban las ideas sobre la música wagneriana realizadas en 1894 por Josephin Péladan en Le Théatre comple de Wagner, y que se dedicaban a divulgar en Francia Catulle Mendès y Edouard Dujardin a través de las páginas de La Revue Wagnérienne.
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El debate musical vino así a recrudecer en los umbrales del siglo XX en el interior de una disputa mucho más amplia sobre el significado de la Kultur alemana. Muchos se atrevieron a sugerir que quizás todo eso no era más que una sofisticada perorata (como, al cabo, resumió con un estilo mordaz Edmund Wilson en Axel’s Castle); o en el mejor de los casos un «bon sujet de thèse» en un conservatorio. Pero tratar de situar la germanidad en la génesis de la pugna entre los seguidores de la música de Wagner y los de Brahms exige profundizar en ese acto de orgullo, a través del cual el pueblo alemán tomó conciencia de sí mismo a medida que se iba consolidando el Reich, aunque fuera de la mano del arrogante Guillermo II. Está claro que los connaisseurs se dieron cuenta de la potencial monstruosidad que llevaba en su seno ese sentimiento de fuerza de lo alemán sobre el resto del mundo, que constituía el mayor motivo de admiración de la burguesía guillermina. Pero aún así el cuerpo anónimo de la Kultur musical no lo reconoce; se refugia en el valor de un festival como el de Bayreuth, un modo de entender la representación operística que pretende ser autónomo, sin contacto con la política que se hace desde Berlín, algo que desmentía la creciente influencia de Richard Steward Chamberlain. Y el debate no tarda en convertirse en un Harmonielehre, un tratado de armonía para mejor entender el ritmo nuevo que se iba imponiendo en el mundo. Pero antes de hacerlo, la preocupación de que la germanidad afecte no sólo al valor de la música sino también, al sentido del ser y del tiempo histórico, aparece en el trágico destino de un compositor singular, apenas advertido en su grandeza, Gustav Mahler.
La presencia de Gustav Mahler hizo más visibles aún las diferencias con respecto a la música que mejor representaba el espíritu alemán. Y no sólo porque vivía y trabaja en Viena, es decir en la capital del Imperio austro-húngaro, la parte aún sofisticada de la germanidad, la menos contaminada de las ideas del káiser Guillermo II; sino también porque era un compositor de sinfonías que adoptaba una estética orientalista que se postuló para alcanzar el honor de ser el músico que la cultura alemana necesitaba en unos años sacudidos por el espasmo de una más que probable guerra entre las potencias europeas. Muchas de sus obras no se pueden entender si no las escuchamos como un impaciente susurro, a veces febril, dirigido a un fantasma que le atosiga durante la composición: ¿a quien seguir, a Wagner o a Brahms? ¿Cuál de los dos puede ayudar a explicar el pavoroso sueño que anida en la “posición extrema” de la germanidad? Y entonces Mahler se ve en medio del combate entre los partidarios de uno y de otro: un combate que le liga a ellos como un galeote a su galera. En Mahler la idea de que la música experimenta (recupera) una parte secreta del pensamiento alemán, la que profundiza en que el hombre es un ser destinado a la muerte. El canto de la Tierra envolvió en sus más profundos intersticios esa preocupación sustancial. Única.
Sin embargo, una parte importante de las sociedades musicales en Viena y otros lugares se oponía a que Mahler fuera quien definiera el nuevo concepto de música adecuado a la germanidad. Y fue entonces cuando aparecieron dos obras que representaron las dos opciones con más posibilidades para definirla en el campo de la música. Cuando Richard Strauss (encumbrado por los modernistas que le veían como el verdadero representante de la Zeitgeist que había creado el Reich) estrenó la ópera Electra, con texto de Hugo von Hofsmannthal, el 25 de enero de 1909 en el Königliches Opernhaus de Dresde, insistió en el principio wagneriano de fijar la Triebstruktur de los mitos, en este caso a través del poderoso tamiz de Sófocles. Así, con la descripción de la estructura del instinto de una mujer deseosa de vengar el asesinato del padre, Strauss revela el funcionamiento de la Kultur, lo cual significaba una aceptación del recurso del psicoanálisis y de la interpretación de los sueños que por esos mismos años proponía Sigmund Freud en sus terapias vienesas. La otra obra que bien puede considerarse una ópera aunque con dificultades para ser representada, había sido compuesta un poco antes por un profesor de armonía, Arnold Schönberg: los Gurrelieder abren, por así decirlo, la senda del nuevo Doctor Fausto (eso al menos es lo que creyó Thomas Mann al basar la vida del protagonista de su célebre novela, Adrian Leverkühn, en la del propio Schönberg) y nos muestra las raíces del verdadero conflicto que late en el interior de la germanidad. El mito de un rey errante por el bosque buscando a la amada que ha muerto ofrece una respuesta trágica a la pregunta por la razón de ser. Lo que fascina del ambiente que rodea a Waldemar es la expresión de un dolor, en una época donde el expresionismo se había convertido en un principio de emancipación de la pintura. Sólo un gesto así podría representar lo valioso de la vida humana. Pero, ¿de donde proviene ese modo de abordar musicalmente la representación de una pérdida? Una lectura habitual responde: del último acto del Tristán de Wagner y de los esfuerzos sinfónicos de Mahler. Hay otra interpretación, la que ve en esta obra una música para afrontar el reto de la derrota después de haberse construido la mística de la luz en el Parsifal de Wagner tras saborear el reto de la victoria.
En su ensayo «Brahms, el progresivo» (que más tarde incluirá en El estilo y la idea), Schönberg, con una audacia sorprendente, comenta la polémica entre Wagner y Brahms poniendo en duda el tópico que el primero encarna lo moderno, lo progresivo, mientras el segundo lo antiguo, lo conservador. Más bien parece decir todo lo contrario. Las melodías de Brahms como el Poco Allegreto de la Tercera Sinfonía (y notablemente el primer movimiento de la Cuarta Sinfonía) no son otra cosa –escribe- que el juego con la distancia entre los dos primeros sonidos del tema (un intervalo), repetida o invertida y paseada por distintos lugares armónicos. Él ilumina el camino para hacer música con los menos armónicos. Emancipación de la disonancia, superación del sistema de los modos mayor y menor, sucesión de notas mediante una regla obligada por la cual cada una de las doce notas debe sonar una vez (dodecafonismo), series: todos estos términos expresan las máxima de una revolución en el mundo de la música alemana, que la preparó para la derrota como Wagner la había hecho para la victoria.
Las ideas de Schönberg progresaron. Alban Berg las enriqueció con todo su talento para construir óperas que respondiera a su tiempo. Y durante el primer tercio del siglo XX, quiso representar el sentido musical de una Alemania perpleja tras el Tratado de Versalles. La melancolía que se cierne sobre el destino de Lulú (la protagonista de la opera de Berg) supone un desquite sobre el valor de la germanidad sustentado en la elaboración de los viejos mitos. Y la pregunta, inquietante, perturbadora, que se fue abriendo paso desde los años veinte, ¿y si finalmente la perdida de la dignidad se convirtiera en los Grundlagen de todo un pueblo, el pueblo alemán? A partir de entonces, una cierta duda sobre los límites de la acción humana recorre hasta el más cultivado de los discursos, es un nuevo presupuesto de la sensibilidad del pensar, que tiene su punto culminante en la conferencia impartida por Edmund Husserl el 7 de mayo de 1935 en Viena. Será útil, pues, volver a considerar a fondo el lenguaje musical, verlo a la luz de toda su crudeza, explicar que la perplejidad se debatió en los cabaret y en los music hall, espacios ocultos a una realidad donde se sentía cada vez con mas fuerza la humillación pública y la confusión solitaria del hombre sin atributos.