A dos pasos de la feria (cuento, 1933)

Winifred Holtby
Presentación, traducción y epílogo de Juan Gabriel López Guix
Universidad Autónoma de Barcelona

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I

Winifred Holtby nació en Rudston (Yorkshire) en 1898, en el seno de una familia de pequeños propietarios rurales. En 1917 se matriculó en Oxford, aunque interrumpió sus estudios para trabajar como voluntaria en un hospital londinense y más tarde, desde mediados de 1918 a mediados de 1919, en el Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército. Fue enviada a Francia como «capataz de albergue» (equivalente al rango de sargento) casi al final de la Primera Guerra Mundial. De regreso a Inglaterra, concluyó sus estudios en Oxford (1921) y se estableció en Londres con Vera Brittain. Inició entonces una carrera como periodista, escritora y militante de diversas causas igualitarias. Colaboró activamente con la League of Nations Union, una importante organización británica que defendió la Sociedad de Naciones, la resolución pacífica de los conflictos y el respeto de los tratados internacionales. También apoyó al Partido Laborista Independiente (que se había mostrado contrario a la guerra) y, de modo especial, la causa de las mujeres. La lucha de las sufragistas había quedado interrumpida tras el estallido bélico cuando éstas se sumaron al esfuerzo de guerra, pero se retomó después de 1918, año en que sólo se concedió el derecho de voto a las mujeres mayores de 30 años. La equiparación con los hombres sólo se conseguiría en 1928. En 1926, Holtby realizó un viaje a Sudáfrica donde defendió los derechos de los trabajadores negros y sumó el antirracismo a las causas a las que se entregó con fervor. A su vuelta, fue nombrada directora de Time and Tide un semanario literario y político feminista que abrazó en sus primeros años las causas de la izquierda y que actuó como portavoz del Grupo de los Seis Puntos, una organización fundada en 1921 con el objetivo de modificar la legislación británica relativa a los abusos infantiles, las madres viudas, las madres solteras, la custodia de los hijos, la igualdad de salario para las maestras y la igualdad de oportunidades para las funcionarias.

Holtby publicó innumerables artículos periodísticos (en Time and Tide, Manchester Guardian y The Shoolmistress, así como en muchas otras publicaciones) y varias decenas de libros de diferentes géneros. Su novela de mayor fama es South Riding, sobre la vida rural de una localidad ficticia de Yorkshire, que concluyó poco antes de su muerte y que se publicó póstumamente (1936). Entre sus otras novelas destacan Anderby World (1923), The Crowded Street (1924), The Land of Green Ginger (1927) y Mandoa, Mandoa! (1933). En 1934 publicó una recopilación de cuentos, Truth is not Sober, de la que forma parte «A dos pasos de la feria». Holtby murió en 1935 como consecuencia de una nefritis degenerativa. En 1940, Vera Brittain —a cuya casa Holtby se trasladó tras el matrimonio de la primera en 1925— publicó su biografía, Testament of a Friendship, en homenaje a una amistad que se había iniciado en los años compartidos en Oxford.

La inspiración para el relato surgió durante un viaje realizado en el verano de 1933 por Brittain y Holtby a los campos de batalla, los cementerios de guerra y los respectivos lugares en los que ambas habían servido durante el conflicto. El cuento recoge parcialmente algunas experiencias bélicas de la autora. El verdadero nombre de la localidad en la que transcurre el cuento es Camiers, donde Holtby estuvo destinada brevemente y donde las dos viajeras encontraron una feria en el momento de su visita.

II
“A dos pasos de la feria”

Nunca había tenido intención de volver. Lo hecho, hecho está, como siempre digo; pero cuando gané esa apuesta doble de veinte libras, le dije a Jim:
—Esta vez, les voy a hacer un regalo a tus tres mayores.
Todos tenemos nuestros defectos; nadie lo sabe mejor que yo; pero, en conjunto, no podría haber encontrado una familia más agradable en los alrededores de Huddersfield. Tampoco ha sido todo fácil para ellos, con una madrastra y sus hijos alborotando la casa, justo cuando ya creían haber dejado atrás esas cosas. Aunque nunca las dejas atrás, en realidad.
El caso es que Charlie había leído en alguna parte un anuncio de una excursión a Boulogne aprovechando un lunes festivo y nada le hacía más ilusión que ir todos, los tres. Pero Milly, recién casada y en estado, no estaba para viajes, y Jim se opuso a que Edna fuera sola al extranjero con Charlie, aunque tiene dieciocho años y lleva tres en la sección de mercería de Hanson’s, y no es de las que permiten que alguien se tome libertades con ella. Así que al final tuve que ir para que se portaran bien, y Lizzie, la hermana de Jim, vino a cuidar a los niños.
No sé muy bien ahora por qué no les dije nunca que ya había estado antes en Francia. Curioso, ¿verdad? Supongo que, en parte, fue por Jim. No me casé con él para amargarle la vida y nunca he conocido a ningún hombre que soportara que una mujer lo aventajara en algo, aunque sólo fuera por haber estado en el frente con el Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército mientras él era un trabajador indispensable en la industria textil.
Y, claro, cuando de entrada tienes tres hijastros y además cuatro hijos propios, gemelos incluidos, no es que te quede demasiado tiempo para hablar de tu vida pasada. «Vive para el hoy», ése siempre ha sido mi lema. Y, cuando Charlie me habló de lo educativo que era viajar al extranjero y de lo franceses que eran los franceses y esas cosas, lo dejé que siguiera hablando. Los jóvenes parecen creer que nadie ha vivido antes que ellos.
A lo mejor tienen razón. Cuando el barco dio la vuelta para entrar en el puerto de Boulogne y vi los toldos a rayas en la costa, los tranvías, las flores y las muchachas en el muelle con sus vistosos vestidos de verano, habría jurado que era la primera vez que veía el lugar.
Nos lo pasamos bien, la verdad, entre las tiendas, los cafés, las excursiones en tranvía a Wimereux, el recorrido turístico de dos chelines y el casino. Gané cincuenta francos. Unos diez chelines. Soy de las que siempre ganan. Afortunada en el juego, desgraciada en amores, bueno, eso dicen.
Fue Edna la que quiso tomar el autobús para ir a Le Touquet. Se moría de ganas de contarles a las otras dependientas de Hanson’s que había visto el elegante hotel donde se aloja el príncipe de Gales, y las bellezas de la alta sociedad con sus uñas de los pies pintadas. Y lo curioso fue que podría no haberme enterado nunca de que pasábamos por Calette (tenía la ventanilla tapada por una francesa gorda, todo pecho y paquetes), pero resultó que el autobús se averió en las afueras del pueblo y ahí nos encontramos, con dos horas por delante hasta que llegara el siguiente, eso o caminar los cinco kilómetros hasta Étaples y tomar desde allí el tranvía.
Algunos pasajeros se enfadaron bastante; pero yo comenté que lo que había que hacer con unas vacaciones era disfrutarlas, pasara lo que pasara.
Así que bajamos todos, y Edna empezó a discutir lo ocurrido con Gaston, un simpático francés de la pensión. Me enojé mucho con ella porque, aunque es una buena chica y bastante guapa, a menudo se muestra un poco estirada y tonta con los muchachos. Antagonismo entre sexos, lo llaman hoy en día. Entre sexos, narices, es lo que yo digo, y me puse de parte de Gaston, porque pocas cosas contribuyen más a ampliarte los horizontes como el que te cortejen en una lengua extranjera, y lo que Edna necesita es amplitud.
El caso es que al principio no reconocí el lugar.
¿Cómo iba a hacerlo? No me lo esperaba. No sabía que los autobuses de Boulogne a Le Touquet pasaban por ahí. No había autobuses cuando estuve en Calette. Además, el pueblo había cambiado: casas de ladrillo rojo, un garaje, surtidores de gasolina y todas esas cosas. Podría haber sido cualquier lugar; y allí estábamos nosotros recorriendo juntos la calle entre la multitud, refunfuñando porque íbamos a llegar tarde a Le Touquet.
Entonces, de pronto, topamos con la feria.
Todos se detuvieron.
¿Y yo? Fue lo más raro que me ha pasado en la vida.
Aquello era Calette… y al mismo tiempo no lo era.
Ahí estaba el estanque al final del pueblo, y los pinos bordeando la duna de arena; ahí estaba la granja que llamábamos la casa solariega, adonde íbamos por œufs y patatas fritas las tardes en que no estábamos de servicio. Ahí estaba la colina detrás de la iglesia donde teníamos el campamento.
Era Calette, no cabía duda.
Pero en vez de barracones, depósitos y rollos de alambre de púas por todas partes, había furgonetas, tenderetes y caballitos, góndolas que golpeaban el cielo, muchachas que chillaban, muchachos que bromeaban, y el curé, negro como un cuervo con su gastada sotana, sonriendo como si se hubiera tragado una moneda de seis peniques.
El mismo cura.
—¡Vaya, parece que están de fiesta! —dijo Charlie.
Y Lily Dawson, que venía con nosotros, gritó:
—¡Vamos! Vamos a divertirnos un poco mientras llega el autobús.
Edna no quería. Dijo que las góndolas eran una vulgaridad. Quería ver el casino de Le Touquet.
—No soporto las multitudes. Ni los campesinos malolientes.
Yo sabía que Gaston se moría de ganas de llevarla a dar una vuelta y que comprendía el suficiente inglés para que se sintiera herido, así que dije:
—Bueno, los franceses tienen una cosa. Saben cómo divertirse. Dale a un francés un par de sillas, una botella de vino y un gramófono destartalado y en dos minutos te organiza una animada velada. Jovencito, llévate a Edna a dar una vuelta y enséñale los lugares de interés.
Al principio no quisieron ir. Edna fingió que le daba miedo, y Charlie dijo que no le gustaba la idea de dejarme sola.
—Esto no es Cleethorpes, mamá —dijo—. ¿Y si te raptan?
Y me di cuenta de que opinaban que una vieja como yo ya no tenía edad para ferias.
Nunca había vivido algo tan extraño. Porque ahí estaba Calette —tan diferente de lo que yo había conocido, con barro, campamentos, trenes ambulancia y todo lo demás—, ahora convertido en un lugar alegre. Y ahí estaba yo, de pie junto al estanque, con esos jovenzuelos que me trataban como un vejestorio de noventa años, yo, que había sido…
No es que los culpe. Cuando ya has dejado bien atrás los cuarenta y has perdido la figura, como la perdí yo después de Maudie y los gemelos, es inútil fingir que eres lo que has sido.
Y ahí estaba el grupo del autobús, muy adelantado entre los tenderetes y las barracas con atracciones, gritándose entre sí en francés, más como gaviotas que como seres humanos; y los indios que vigilaban la barraca de la mujer con cara de cerdo, mirándonos con sus tristes caras morenas como si fuéramos nosotros los salvajes y ellos los cristianos que habían pagado por ver el espectáculo.
Y la posibilidad de que uno de esos viejos campesinos gordos fuera François…
Entonces no pude soportarlo. Tenía que alejarme un rato hasta saber mejor dónde estaba.
Así que guiñé un ojo y dije:
—No os preocupéis por mí. Voy a curiosear un poco por mi cuenta hasta que llegue el autobús. Y si un simpático viejecito barbudo me invita a tomar un trago, a lo mejor le digo que no o a lo mejor todo lo contrario.
Y me marché y ahí se quedaron: Edna y Gaston, Charlie y Lily Dawson.
Edna y Charlie piensan que a veces soy insoportable. Pero nunca sabrán lo mucho que su disgusto por mi forma de hablar ha mejorado la suya. En mi opinión, verse escandalizado te proporciona a veces una educación tan buena como la universidad.
Así que me fui paseando por el estanque en dirección a la casa solariega, intentando poner en orden mis sentimientos.
Por mucho que se diga que no nos olvidamos hoy de la guerra, sí que lo hacemos, en ocasiones durante meses enteros; y cuando la he recordado muchas veces he deseado, a pesar de todo, volver otra vez a ella.
Sí, estaban las incursiones aéreas, el frío y el barro, y la lástima por aquellos pobres muchachos; y el trabajo era agotador, supongo, aunque ahora no me acuerdo en absoluto de lo que hicimos.
Pero que no me digan que para las mujeres el ejército fue una vida agotadora.
Me acuerdo del año antes de que Maudie fuera a la escuela, cuando tenía a los gemelos gateando por la cocina, y Frank estaba de camino, y Jim volvió a casa una noche y contó que iban a trabajar media jornada en la fábrica… bueno, entonces sí que tenía cosas en las que pensar, te lo aseguro.
Y, en la guerra, éramos jóvenes.
Está muy bien hablar como la señora Fox, que es cristiana científica y cree que el cuerpo es una ilusión. Una ilusión que pesa ochenta kilos exige mucho olvido. Y no es que no pueda recordar cómo era eso de tener los pies ligeros.
Trabajaba de camarera en el hotel Majestic de Scarborough cuando empezó la guerra, y en el mundo hotelero una muchacha no tarda ni media hora en descubrir si es guapa o no.
No es nada malo, la verdad. Pero tengo que decir una cosa en favor de los muchachos: conmigo se portaron bien, sobre todo los jóvenes oficiales que intentaban aprovechar su último permiso. Sentía que tenía el mundo en mis manos en aquella época.
Y solía burlarme de ellos a propósito de los bombardeos y les decía que, en realidad, ellos sí que me habían hecho entrar ya en la línea de fuego.
Entonces en 1917 Ginger Ferroll intentó cortarse la garganta en el cuarto de baño de arriba y yo entré y le quité la cuchilla de afeitar de las manos, hice que se sentara y se serenara. No quería volver, el pobre diablo. Y me burlé de él y le dije: «No te preocupes, hombre. Me apuntaré al Cuerpo Auxiliar Femenino, iré a Francia y nos lo pasaremos estupendamente juntos». Y él contestó: «No, no lo harás. A las mujeres lo único que os interesa es sacarnos todo el dinero que podáis». Y eso me espoleó.
Así que me alisté y como tenía experiencia en el hotel, era menos joven que otras y sabía comportarme cuando me lo proponía, enseguida me nombraron subcapataz de albergue en Folkestone y justo a principios de 1918 nos enviaron a Francia. Aunque nunca supe qué fue de Ginger Ferroll.
La verdad es que no quiero otra guerra, ni que la gente se mate entre sí, y a lo mejor Frankie está perdiendo la vista, pero es inútil fingir que no me lo pasé bien en el ejército.
Con mi experiencia en el hotel, estaba acostumbrada a los números y las reglas, y a ser puntual y esas cosas. En cuanto al trabajo, entre los grupos que se levantaban temprano y los que llegaban tarde, el pequinés que había que alimentar en la cocina y los baños a todas horas, durante la temporada de verano estaba en danza desde las cinco y media de la mañana hasta después de medianoche. En el ejército, era todo el doble de relajado y fácil, y sin el miedo a que te despidieran con una semana de aviso.
Pero no era sólo eso.
En Calette supe que aquello era algo más que cantar después del pase de lista o ver otro país.
No me acuerdo de Boulogne, salvo que llovía, y que estuvimos todo el día esperando en una especie de albergue. Nos metieron en un vagón de mercancías y allí nos dejaron.
¡Menudo viaje! ¿Estábamos cansadas? ¡Oh, no! Es sólo un rumor. Encerradas y abandonadas en una vía muerta mientras a nuestro lado no dejaban de pasar trenes; algunas para las que ésa era la primera noche en Francia pensaron que también iba a ser la última, porque nos asfixiaríamos antes de llegar a ningún sitio. Casi amanecía cuando nos dejaron salir otra vez. Cómo no iba a pensar que Calette estaba a muchos kilómetros de Boulogne.
Lo raro es que en realidad no nos quejamos. Nos lo creíamos a pies juntillas. Ganar la guerra. Eso pensábamos que hacíamos, al cargar con nuestras cosas desde el pueblo por la oscura colina y al desplomarnos en la cama de un barracón que parecía un almacén.
A la mañana siguiente la señora Brooks , la administradora —algo así como nuestra oficial— nos reunió a todas en el comedor. Bajita y rechoncha, parecía una paloma buchona, con la guerrera muy ceñida y la gorra ladeada sobre un ojo. Nos soltó un discurso sobre nuestro deber, y no deshonrar el uniforme de la corona, no hablar con oficiales ni ir a la playa con los especialistas en señales, ni al bosque con los australianos. Pero todo eso, nos dio a entender, sólo eran naderías. El mayor de los pecados —que si lo cometíamos nos mandaban directas a casa y no valdrían excusas— era confraternizar con los franceses. Vaya si escuché. No me iban a mandar a casa, ni hablar. Aunque, en cierto modo, me escandalizó, no me importa reconocerlo. ¿Confraternizar con los franchutes? ¿Con tantos simpáticos soldados de caqui por todas partes? ¡Menuda idea! Eso es lo que pensé. Qué cómica que es la vida.
Porque resultó que al final estaba destinada a tratar con franchutes.
El primer día, la vieja Brooks me envió con Lloyds, la encargada del almacén, a una granja en busca de huevos y mantequilla. Las raciones del ejército no eran lo bastante buenas para esa señora. Cuando no era leche fresca, era verdura o un pollo, y cada día había que ir a buscar algo en parejas, a causa del peligro moral. ¡El peligro moral, nada menos!
Bueno, yo me apuntaba. Me colocaba la gorra, me subía el cuello y partía a la guerra, dispuesta a todo.
La granja estaba un poco alejada de la calle principal, y era lo más parecido que había visto a una pocilga. Un muro revocado de barro alrededor de una especie de corral, con paja, cerdos y sabe Dios qué en medio, y una casa baja de una sola planta, con gallinas entrando y saliendo por la puerta, un par de mocosos con pelo de estopa y un viejo idiota babeando y farfullándonos cosas desde el establo.
Dentro, tengo que admitirlo, el lugar estaba bastante limpio, con un suelo pulido y una chimenea. Madame Haudiquet siempre tenía en el fuego una gran olla donde guisaba algún mejunje para los cerdos. Y había una mesa cuadrada con un hule amarillo bajo una lámpara y una puerta que daba a un dormitorio en el que se veía una cama alta con un colchón de plumas y una colcha blanca.
Pero vacía. Completamente pelada; así me pareció la casa. Ni un adorno, ni una planta, ni un cojín, ni una foto bonita ampliada; ni nada de lo que pudieras prescindir salvo una máquina de coser que había sido la dote de Marie al casarse. No me extraña que los franceses aprecien tanto las camas, si nunca hacen una habitación en la que sea posible sentarse.
Y a eso lo llamaban vida hogareña. La penumbra del lugar te golpeaba en la cara nada más entrar. Fuera, ese primer día, hacía sol. Una luminosa mañana de viento después de la niebla y la lluvia. Dentro todo estaba tan oscuro que se te caía el alma a los pies. Me quedé en la puerta entornando los ojos como una tonta, mientras Lloyd llamaba a la vieja madame.
—¡Hola, madame! Hoy no poulet. Sólo œufs y lait, por favor. Tout de suite, tú lo desuí que pueda.
Y entonces entró François, dando saltitos con su muleta, de vuelta del establo.
—Buenos días, miis. ¿Puedo ayudarlas en algo?
Y a partir de ese momento ahí terminó todo para mí. Sí, ya pueden hablar del peligro moral…
Era apuesto, claro; pero no fue eso, exactamente. Ya había tratado con muchachos guapos en el hotel Majestic. Y tampoco fue que dijera nada, aunque desde luego hablaba. De política, la guerra, lugares, libros y esas cosas.
Esa primera vez nos quedamos ahí mirándonos, mientras Lloyd seguía cotorreando sobre los huevos y la mantequilla. Y, cuando nos fuimos, el joven se ofreció a llevar el canasto, y Lloyd dijo:
—Qué raro. Nunca se había ofrecido antes. A lo mejor le estoy empezando a gustar.
Y soltó una risita. Así que le pregunté quién era, y ella me contó que era el hijo de la casa, que lo habían herido, y que madame era más tacaña que una rata, pero que la leche era la más limpia de la zona, y que el que François hablara inglés facilitaba las cosas. Los del pueblo decían que la familia estaba maldita.
Bueno, maldito o no, francés o inglés, supe muy bien que François Haudiquet era mi hombre.
La verdad es que aquello ocurrió mucho antes de que nos dijéramos algo más que tantos huevos y tanta mantequilla, y por favor y gracias; pero un día la ordenanza que iba conmigo quería algo del café —cigarrillos o algo así— y, con lo dispuesta que yo estaba a cumplir las reglas, la dejé marchar. Además, por entonces ya sabía que me moría de ganas de hablar con François, y dos eran compañía, incluso en aquella cocina.
La vieja madame estaba ahí como de costumbre, fulminándonos con sus ojitos de cerdo, como si yo fuera a robarle la mantequilla. Pero salió a buscar ella misma los huevos, y François y yo nos quedamos solos. Solos por primera vez y sin una palabra que decirnos.
Entonces estalló una tormenta; un estrépito en los postigos y el granizo rebotando como canicas en el pavé. Madame volvió con los huevos, le di las gracias, agarré el canasto y miré el tiempo que hacía fuera. Y, la verdad, cuanto más lo miraba, menos me gustaba.
Entonces François dijo:
—Hace malo tiempo, ¿eh? —Ya sabes cómo hablan los franceses. Malo tiempo, mauvais temps—. A lo mejor si espera un poco…
Supongo que respondí algo descarado. En aquellos días era muy buena soltando respuestas. Y él se echó a reír.
Aquello los alborotó. Dios sabe que de joven siempre había estado rodeada de risas. En mi familia siempre estábamos haciendo el tonto. Pero François pareció de pronto como si él hubiera invocado al diablo, y la vieja me miró y el viejo salió farfullando y refunfuñando del dormitorio, y Marie entró descompuesta y embarrada, boquiabierta como si se hubiera caído el techo. Quién sabe qué estarían pensando. Lo único que yo sabía era que quería salir cuanto antes de aquel manicomio.
Entonces François preguntó:
—¿A lo mejor mademoiselle quiere un paraguas?
Tenían en un rincón uno de esos grandes modelos negros de algodón.
Pero le contesté que era un soldado, y que los soldados no podían llevar paraguas, como él sabía, puesto que también era soldado.
No te puedes imaginar el brinco que dio cuando le dije eso, como si nadie se hubiera tomado antes la molestia de darse cuenta de lo que era, salvo un hijo del diablo y toda esa basura. Igual que si le hubiera dado mil libras. Aunque no es que dijera gran cosa.
Si lo pienso, creo que nunca estuvimos juntos más de media hora como mucho, y siempre con los demás entrando o saliendo de la cocina.
El caso es que, poco a poco, me enteré de su historia. Resulta que había sido el hijo brillante de la familia, con becas en la escuela del pueblo y esas cosas. Y todos querían que se hiciera cura, así que lo enviaron a seguir los estudios.
Nunca he sido muy religiosa. Una vida corta y alegre, ése es mi lema. Pero François no era la clase de personas que acepta la vida sin complicaciones. Cuantas más cosas sabía, más le preocupaban, y se pasaba todo el tiempo preguntándose si Dios existía, hasta que al final tuvo que decir que era agnóstico o ateo, o comoquiera que se llame. Y entonces se armó una buena.
Tuvo que dejar los estudios para convertirse en sacerdote, aunque dijeron que de todas formas podía ser maestro. Y cuando volvió a casa para contarlo a su familia, al viejo le dio una especie de síncope —un derrame cerebral, me da la impresión—, y desde entonces nunca había estado bien de la cabeza. De modo que se vio obligado a quedarse en casa para llevar la granja, y menuda temporadita le hicieron pasar, con su madre reprochándole que todo era por su culpa, el cura diciéndole que llevaba encima la maldición de Dios, y todos sus planes hechos añicos. Pero lo peor, según me contó, eran las campanas de la iglesia, que lo llamaban una y otra vez; y el sentir que no podía ir a misa porque era un hereje. Creo que la guerra supuso para él un alivio. Nadie habría querido quedarse en esa casa. Luego, en 1915, lo hirieron: todo el costado izquierdo, sin pierna de la rodilla para abajo y cinco operaciones. Sí, se lo hicieron pasar mal. Y cuando salió del hospital fue para volver otra vez a la granja y al mismo espanto de siempre, y además con los dolores de la pierna lisiada. Lo culparon de las rarezas de su padre y de que mataran al marido de Marie; sí, y también de la guerra. «¡Todo es por culpa de la maldad de estos tiempos descreídos!», decía el cura. ¿Te lo puedes creer? Y cuando el dolor no lo dejaba dormir por la noche, al final terminaba preguntándose si, en el fondo, no era todo por su culpa, y si tenía derecho a hacer sufrir a tantas personas «por una cuestión de conciencia»… ¡Una cuestión de conciencia!
Así que, como ves, no había tenido un momento de respiro, ni un segundo. La vida no había sido una feria para François, pensé, mirando la multitud junto al estanque y los caballitos de vapor.
Hacía muchísimo calor, y además la casa señorial estaba cerrada. Intenté preguntar a un joven si la habían convertido otra vez en granja, pero no me entendió.
Había un atajo hasta el camino siguiendo la vía del tren, y volví a encontrarlo, y recordé cómo florecían las prímulas incluso en medio del caos y el alambre de púas.
Fue en primavera, la de 1918.
Una primavera hecha para el amor, si no hubiéramos estado en guerra. Con narcisos en el bosque detrás de las dunas; eran como manchas de luz entre los árboles. Los días en que no estaban de servicio las muchachas llenaban con ellos los sombreros y después los llevaban a los hospitales. Algunas también hacían ahí otras cosas. «Ir al bosque», lo llamábamos. Ah, bueno, sólo eres joven una vez.
Y me había enamorado, de eso no cabía duda. Yo, que podría haber conquistado a cualquier joven del campamento, y a aquel oficial —ya ni me acuerdo de su nombre— que me hacía eso que llaman insinuaciones cada vez que iba al almacén de intendencia. Yo, a quien habían apodado la Reina de la Belleza de Calette. Había perdido por completo la cabeza por un franchute mutilado.
Sí, claro, ahora parece una locura lo que hicimos, o dirías más bien lo que no hicimos. Pero estábamos en guerra. Y nunca le podrás explicar a Edna o al joven Charlie la diferencia que eso suponía.
Oías todo el día el tumb, tumb, tumb de los cañones. Y todas las semanas llegaban rumores nuevos acerca de los alemanes, cómo nos habían puesto en retirada y avanzaban en Arras o en Amiens o en algún otro sitio. Y a veces mirábamos la carretera esperando verlos llegar con sus uniformes grises, avanzando en formación para matarnos.
Y por las noches estaban las incursiones aéreas.
Así que durante diez minutos al día mi vida era François Haudiquet, renqueando por la granja con su muleta, y el resto del tiempo era la guerra y el campamento, y el ejército. (¿He dicho que me hicieron capataz de albergue?) Nunca me había imaginado cómo era eso de adiestrar a las recién llegadas y pulirlas antes de que las enviaran a otros sitios.
Me encantó.
Me gustaba dar órdenes.
Me gustaba conseguir que desfilaran decentemente.
«¡Pelotón, firm! ¡Drech! ¡Quierd, ar! ¡Vista… drech!» ¿Qué demonios les gritábamos cuando las hacíamos desfilar desde la estación?
¡Menudas tonterías! Y yo me llevaba la palma, te lo aseguro. Demasiado aplicada en el ejército y luego a lo mejor no lo bastante aplicada en otras cosas.
Porque no iba a arriesgar mi puesto yéndome con François. Yo, que lo podría haber curado de todos sus demonios, dejaba que me mirara con esos ojazos que tenía y a veces me sentaba un momento detrás del establo y hacía que se riera de él mismo y de todos sus fantasmas.
Pero siempre estaba ocupada, siempre con prisas por volver al campamento y esas cosas.
Hasta ese día en que ya no estuve lo bastante ocupada.
Era a principios de mayo, y estaba cansada. Durante más de un mes no habíamos podido descansar por la noche. Cuando no nos atacaban, éramos nosotros los que atacábamos Étaples, y eso nos mantenía despiertas, cuando no algo peor. Algunas muchachas estaban muy nerviosas, y todas de un humor de perros. En cuanto a la vieja Brooks, debo decir que en esos momentos se crecía, se lo tengo que reconocer. Nada le estropeaba el apetito, no tenía un solo nervio en el cuerpo.
Una mañana me vio cuando yo salía, como de costumbre, para la granja de los Haudiquet. «Clark», me llamó. Lo recuerdo tan nítidamente como si fuera ayer. Me di la vuelta y saludé, era lo que tenía que hacer. Y me preguntó adónde iba, y cuando se enteró de que le seguía yendo a buscar la comida, aunque en realidad ya no me correspondía hacerlo, la que me cayó encima. Mala organización, ineficacia, negligencia… sabe Dios lo que no dijo.
Y yo contestándole «Sí, señora» y «No, señora», con el corazón ciego de rabia. Pero tuvo que dejarme ir esa mañana, porque había encargado un pollo y el coronel venía a almorzar, y en ese momento no había ninguna otra muchacha disponible, salvo una ordenanza nueva a la que no podía enviar sola.
En la granja le dije a la ordenanza que esperara en la cocina y no le quitara el ojo a madame. Tenía que ir a elegir un pato o algo por el estilo, le dije. Hice que François me acompañara al establo.
Qué curioso. Todavía hoy huelo la mezcla de nabos, estiércol, leche agria y heno de ese lugar.
Y cuando lo tuve para mí sola, arremetí contra él. Me iban a quitar ese trabajo, dije, y todo por su culpa. Si hubiera sido inglés en vez de franchute nos podíamos haber divertido juntos. Todas las demás salían con muchachos que las llevaban a tomar el té a Étaples o a los conciertos en el barracón de la YMCA. Pero yo tenía que escabullirme y arrastrarme, y no verlo nunca, salvo delante de su anciana madre, y éramos jóvenes y la vida pasaba, y por qué no podía haberse enamorado de otra persona en vez de enamorarse de mí y dejarme libre para irme con jóvenes que fueran como yo.
No me acuerdo de todo lo que le dije. Ahora me parece una locura, una completa locura. Pero llevaba semanas enamorada de él, estaba cansada, me parecía que lo tenía todo en contra y perdí los estribos.
Ya había visto una o dos cosas de joven, pero no he olvidado nunca la forma en que me agarró de las manos y, separándome a la distancia de sus brazos, me dijo con la severidad de un juez:
—¿Qué quieres decir? ¿Cuándo te he hecho daño alguna vez?
Y yo le grité que había hecho que lo amara y que no era justo.
Y luego no me acuerdo.
Sé que en un momento soltó la muleta, me abrazó y me besó. Y entonces comprendí que eso era todo lo que importaba. ¿Qué más me daba la guerra o el ejército? Aquél era mi lugar. ¡Que me expulsaran!
Y le dije que no fuera esa noche al estaminet, donde siempre se sentaba con la vieja madame Creuset, que yo saldría después de pasar lista o antes —no importaba— y que, si me esperaba en el establo, le demostraría si lo amaba o no, se lo prometía. Iríamos al bosque juntos.
Y luego me marché. Lo último que hice por él fue recogerle la muleta y dársela; y salí corriendo para decirle a la ordenanza que el pato estaba demasiado delgado y que teníamos que irnos enseguida. Al cruzar el patio lo vi apoyado sobre la muleta contra el umbral de la puerta.
De vuelta en el campamento, la vieja Brooks me mandó llamar. Acudí sin que me importara si me prohibía que me volviera a acercar a la casa de los Haudiquet.
Pero era para decirme que habían herido en un ataque aéreo a Reynolds, la capataz a la que yo había sustituido cuando la enviaron a Abbeville.
—Las muchachas lo están pasando mal ahí —me dijo—. Por la noche, tienen que dormir en el bosque de Crécy y esas cosas. Ha ocupado bien su lugar aquí, Clark —añadió—. Entre nosotras, no me importa cómo se divierte en privado. Lo que quiero ahora son muchachas capaces de mantener la cabeza y el ánimo alto, y que no se vengan abajo durante las emergencias.
¡Que no le importaba cómo me divertía en privado! Y yo que había desperdiciado todos esos meses, eso fue cuanto pensé, hasta que la oí decir:
—Así que recoja sus cosas enseguida y preséntese en la oficina a las doce y media. Llévese con usted a Abbeville a siete reclutas, dos cocineras, dos ayudantes y tres panaderas. Y ocupe allí el lugar de Reynolds. Es una tarea dura, pero le estoy haciendo un gran cumplido al enviarla.
No soportaba a esa mujer, de verdad. Una bruja, si es que alguna vez ha existido alguna. Una caradura. Una glotona.
Pero era la que daba las órdenes. Estábamos en guerra. «Con la espalda contra la pared.» ¿Era eso lo que nos dijeron? «Y creyendo en la justicia de nuestra causa, todos debemos luchar hasta el final.»
Yo no creía en nada, salvo que amaba a François.
Pero media hora más tarde, con mis cosas en una maleta, me dirigía con siete mujeres a la oficina.
—¡Pelotón, firm! ¡Salud, ar! ¡Quier, ar! ¡March rap!
Partimos camino de la estación, camino de Abbeville.
¿Te lo puedes creer?
Hasta que no estuvimos a medio camino de Abbeville no me di cuenta de que no le había enviado ningún mensaje a François.
Escribí una nota y se la di al maquinista. Escribí cuatro rayas desde Abbeville y las envié por correo. Le decía que sentía haberlo dejado esperando; pero que él podía escaparse y venir a verme. No se encontraba , como yo, bajo la disciplina militar. Calette no estaba muy lejos de Abbeville. Le juré que lo amaba, y que siempre lo amaría.
Pero nunca me contestó. Esperé, escribí y esperé y escribí y esperé. Pensé en él, sentado en la cocina aquel martes por la noche con la vieja madame volviéndolo loco, sin dejar de hablarle, y Marie quejándose, los dos niños pegando gritos y el viejo dormitando delante de su café.
Pensé en la pelirroja de Lloyd lanzándoles miradas cuando iba a la granja en busca de œufs y poulets.
Pensé en todas las muchachas francesas del pueblo, porque era un hombre apuesto a pesar de su desgracia.
Y luego me dije que nunca me esperó. Al fin y al cabo, ¿me había dicho una sola palabra? Con todas las oportunidades que había tenido, y nunca ni un susurro. Fui yo la que lo hizo todo, la que le sorbió el seso, le metió en la cabeza unas ideas que nunca se le habrían ocurrido de forma natural. Si casi se hace cura… y en Francia los curas no tienen esposa, o eso dicen. Y me acordé de lo que opinaban los franceses de las mujeres del Cuerpo Auxiliar. No había hecho más que comportarme como pensaban que hacían todas.
Así que, después de la tercera vez, no le volví a escribir.
Eso fue lo último que supe de François.
Y cuando apareció Bert, sin andarse con demasiados tapujos acerca de lo que quería, casado como estaba y demás, dejé que lo consiguiera. Y después de la guerra vinieron Chris, Bill y Larry; y lo curioso es que nunca me sentí avergonzada con ninguno de ellos. Me sigo sintiendo una buena mujer, como se dice; y una buena esposa con Jim. Y el único hombre del que me siento avergonzada es François, que sólo me besó una vez. Es lo que no haces, no lo que haces, lo que una más lamenta. Por eso siempre he intentado que Charlie, Edna y Millie y los cuatro míos se lo pasen bien.
Y nunca había tenido intención de volver a Calette, nunca.

Ahora bien, al descubrir que estaba ahí, pensé que por qué no echar otra vez un vistazo a la granja y quizá ver a François.
Sería curioso verlo otra vez y preguntarle si se acordaba de mí; aunque sé lo que soy ahora y sé lo que era entonces. Así que pensé: «Mejor no le digo nada, sólo verlo».
Hasta que no subí toda la calle del pueblo y volví a bajar no me di cuenta de que era incapaz de encontrar la granja.
El lugar estaba tan silencioso como una tumba y tan caliente como lo que viene después. Sólo el cacareo de unas cuantas gallinas, y el ruido del viento, y las cancioncillas de los caballitos. Ni un alma; todos habían bajado a la feria.
Entonces reconocí por fin el estaminet. Lo habían rebautizado con el nombre de Café de la Victoire, pero ahí estaba la vieja madame Creuset, plantada en la entrada, demasiado gorda y reumática para ir dando vueltas por ahí. Reconocí las botellas de los licores en el escaparate, la mesa redonda con el hule rojo y esa especie de aparador con vidrios pulidos.
Así que me fui para dentro, con todo descaro, y le dije:
—¡Hola, madame Creuset!
Y ella se me quedó mirando tontamente como una gallina, sorprendida de que supiera su nombre.
No se acordaba de una sola palabra de inglés, y mi francés no era demasiado fantástico, aunque Boulogne me había traído a la cabeza algunas palabras.
Así que fui capaz de preguntar:
—Où est la famille Haudiquet?
—Haudiquet? Haudiquet?
Ya sabes cómo retuercen los franceses los nombres con la lengua hasta que resultan casi imposible de pronunciar para un cristiano.
—Dans la guerre —dije—. Tenían una granja, une ferme, œufs… lait. Poulets.
—La guerre, Haudiquet, une ferme, oh, oui, oui, oui! —gritó y se lanzó a parlotear.
—¿François? —pregunté.
—Oui, François aussi.
Y luego toda una retahíla en francés y después:
—Vengeance de Dieu.
Eso lo reconocí. «Venganza de Dios.» Era lo que siempre decían.
Y de pronto, al cabo de todos esos años, supe que para mí averiguar qué le había pasado a François era más importante que cualquier otra cosa en el mundo. Le agarré las manos a madame Creuset y grité:
—Où est-il?
Eso lo sabía. Se lo había preguntado a madame Haudiquet. Decenas de veces había gritado: «Où est-il?».
Y luego oí que decía algo de una église.
Sabía lo que significaba. Église. Iglesia. La iglesia situada al final de la calle junto a la vía del tren, encima de la feria.
Hacia allí me dirigí como si me persiguiera la policía.
¡Caramba! Hacía calor, con los adoquines como la parrilla de un horno, y las calles casi bailando. Oía el órgano de los caballitos tocando su vieja tonada:

Après la guerre finie
tous les anglais partis,
tum, tum, tu, te-té,
beaucoup petits bebés.

Era lo que cantaban cuando estábamos en Calette. Pero no había bebés esta vez. Maude, los gemelos y Frankie tienen los ojos azules como Jim y yo. A menudo me he preguntado cómo habría sido eso de tener un bebé de ojos castaños y pelo negro como François.
Cuando llegué a la iglesia, me di cuenta de lo tonta que era.
No era esa iglesia, claro. La vieja madame Creuset había querido decir que se había hecho sacerdote otra vez., que había vuelto a la Iglesia —la Église— por la venganza de Dios que arrastraba esa familia.
Y ahí me encontré, yo, que en el fondo me había preocupado por él durante todos esos años y que en ese momento casi me mataba corriendo hasta la iglesia más cercana, plantada como una tonta entre los ángeles y las cruces de mármol, y todas esas chapuceras flores de alambre a las que son tan aficionados los franceses; y entre el calor, las prisas y la preocupación, me sentí bastante indispuesta. Como una especie de ataque al corazón. Ya no estoy para correr.
Así que me senté, aunque fuera en los escalones del monumento a los caídos en la guerra, y me dije de todas las formas posibles que siempre había sido y sería una idiota. Porque en ese momento estaba ya segura de lo que había ocurrido. François no me había echado de menos. Ay, no… En realidad, lo había escandalizado. Me había rebajado. Estaba convencida de ser la maravilla del mundo, como esas solteronas sobre las que canta Gracie Fields. Me había engañado completamente con François… sí, y con Bert y todos los otros. Una prostituta. Una mujer barata. Sorbiéndoles el seso porque no podía soportar no dar a un hombre un poco de placer, cuando era tan fácil, y la vida tan corta, y la oportunidad no se presentaba dos veces.
Junto al estanque, el organillo había cambiado ya de melodía.
El vals de El soldado de chocolate, «Mi héroe», eso era lo que tocaban en ese momento. ¡Mi héroe! Sí, menuda heroína estaba yo hecha. Me había prostituido. Había conseguido que un hombre sintiera asco de las mujeres, lo había arrojado a la Iglesia en busca de seguridad; había llorado hasta quedarme sin lágrimas, noche tras noche, todo el tiempo…¡Ah, me sentí como una buscona! Aunque ya me había imaginado que eso era lo que podía haber ocurrido. Una buscona, asqueada y estúpida.
Supongo que cerré los ojos un minuto, porque cuando los abrí seguía pensando que soñaba. Me quedé mirando fijamente una placa blanca al otro lado del sendero y sobre lo blanco leí en letras negras su nombre, Haudiquet.
Miré, parpadeé y volví a mirar. Luego me levanté —soy un poco miope— y esto es lo que leí. Lo leí hasta aprendérmelo de memoria y luego lo escribí y al día siguiente le pedí al joven Gaston que me lo tradujera, para estar segura:

Ici reposent
les corps de la famille
Haudiquet
tous tués par un obus
d’un aviateur allemand,
le 11 mai, 1918.
Louis-François Haudiquet, agé 69 ans
Marie-Joséphine Haudiquet, son épouse, agée 65 ans
Marie Latour, veuve de Félix Latour, leur fille, agée 25 ans
François-Joseph, leur fils, agé 25 ans.
Qu’ils reposent en paix.

Fue el 11 de mayo cuando me marché a Abbeville, y a François lo habían matado el 11 de mayo.
Por eso no me había escrito nunca.
Estaba en su casa, por eso lo mataron los alemanes.
Así que me había esperado. Y yo no había ido. Y ya no sabría nunca qué me había separado de él.
No me había abandonado. Era yo quien lo había abandonado a él. Porque si hubiera acudido, si hubiéramos ido juntos al bosque, no habría estado de vuelta cuando cayó la bomba. Habría estado lejos conmigo y a salvo y feliz.
Ah, lo había abandonado completamente.
La idea era insoportable. La idea era insoportable.
Sin embargo, le seguí dando vueltas; yo, una mujer casada con cuatro hijos, y con Charlie y Edna en la feria. Me quedé de pie delante de la iglesia llorando por un campesino francés que llevaba esos quince años muerto como si lo hubieran matado ayer.
Entonces los caballitos soltaron dos silbidos agudos, como el silbato de una fábrica, y volvió a cambiar la canción. Y vi en el reloj que el autobús llegaría dentro de veinte minutos; y que era mejor que me diera prisa y fuera a buscar a mis jóvenes.
Porque lo pasado pasado está, y ellos me estarían esperando. No puedes ayudar a los muertos, y es inútil culpar a los vivos.
Y se me ocurrió que, en cierto modo, no me equivocaba al principio. Dios había acabado por llevarse a François. Había querido que fuera sacerdote; y, de haberlo conquistado, yo siempre habría tenido que luchar contra la religión. En aquella época, habría podido enfrentarme a cualquier mujer, pero dudo mucho de que saliera vencedora de todo ese asunto de ser sacerdote, el pecado, el infierno y los demonios. Igual que François no salió vencedor del ejército y el aceptar órdenes.
Era demasiado para mí. Siempre había sido demasiado. Me alejé de la iglesia sin saber si sentirme contenta o triste, si había descubierto que partiendo a Abbeville y obedeciendo las órdenes había matado a mi François o si, quizá, lo había salvado. En todo caso, no le di asco, porque me había esperado. Al menos antes de morir supo que lo amaba y eso tiene que significar algo, incluso para un hombre enamorado de Dios.
Así que volví, porque no se podía hacer nada más, y encontré a Edna en las góndolas, con el cabello agitado por el viento, sonriendo a Gaston, preciosa. Y Charlie le estaba comprando unos dulces a Lily Dawson, y la multitud gritaba y se divertía, feliz como siempre.
Al cabo de un poco me vieron y dijeron:
—Hola, mamá. ¿Te lo has pasado bien? ¿Has conocido a algún francés?
Y yo contesté:
—No hagas preguntas impertinentes. ¿Por quién me tomáis? ¿Os creéis que una joven de buen ver como yo no podría tener éxito en una multitud como ésta si me lo propusiera?
Y todos se rieron a carcajadas. Y Edna se burló del pobre Gaston y dijo:
—Sí. Tenía que ser un autobús francés el que se averiara en el camino a Le Touquet.
Y él, muy feliz y a gusto con todo el mundo, respondió:
—Avería, sí. Muy mal, sí. Pero, ¿cómo dicen?, a dos pasos de la feria.

III
Sobre la traducción

Utilicé este relato (titulado en inglés «So Handy for the Fun Fair») durante un curso de traducción literaria impartido en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona durante el otoño y el invierno del 2008. El cuento sirvió como iniciación a los placeres de la traducción y como ejercicio práctico de esa concentración lectora que es el rasgo esencial de la mirada del traductor. Los participantes fueron elaborando sus versiones a lo largo de las semanas a medida que avanzaba el análisis y comentario colectivo de los problemas. A modo de conclusión de la experiencia solicité también una reflexión sobre el trabajo realizado y, como material adicional, envié a los participantes mi versión del cuento, que es la que aquí se publica. Aunque realizada de modo independiente, esta versión es deudora de esas intensas semanas de inmersión en el universo ficticio propuesto por Holtby posibilitadas por el experimento académico. También es deudora de él, de un modo literal, en lo que refiere al título, que apareció con su resplandor ineludible durante la «tormenta de ideas» del último día de clase. Los esfuerzos de los participantes se habían centrado hasta ese momento, con resultados insatisfactorios, en la idea de oportunidad o conveniencia. Sin embargo, cuando dirigí los esfuerzos de los participantes hacia la idea de cercanía (que era la que consideraba pertinente, aunque mi primera formulación era otra) y añadí que la solución óptima debía utilizar en mi opinión una expresión fija, la docena de cerebros presentes en el aula se puso en marcha, como conectados en una red cooperativa, y una de las personas presentes propuso el título «A dos pasos de la feria». Me ha ocurrido en ocasiones en clases, talleres y seminarios de traducción que, a pesar de la multitud de posibilidades, variantes, matizaciones estilísticas y divergencias de todo tipo, todos los reunidos coinciden de repente sin asomo de duda en la excelencia de una solución que aparece como por ensalmo. Las soluciones acertadas comparten el hecho común de su «naturalidad», como si no pudieran ser otras.

«A dos pasos de la feria» consigue englobar los dos tiempos de la narración, el presente (mayo de 1933) y el pasado (1918). El autobús sufre una avería a la salida del pueblo (y, por lo tanto, cerca de la feria realmente existente); pero, al mismo tiempo, cerca también del lugar donde la protagonista vivió un año de su juventud y un gran amor, una época recordada con indudable nostalgia a pesar los horrores de la guerra. Podríamos ver aquí un reflejo de los sentimientos de la autora, quien, según Brittain, pertenecía a una «generación de mujeres que —por más que sincera en su posterior anhelo de paz— identifica el recuerdo de su primer amor con la visión de un uniforme y los sones de Tipperary». La propia Holtby habló en una conferencia sobre la psicología de la paz y la guerra de cómo «la brevedad de la vida convierte la pasión en más apremiante» y de «la atracción erótica de la muerte». Y en otro lugar escribió: «Hay hoy [1935] en Inglaterra —y en Francia, Alemania, Austria e Italia, podemos imaginar— mujeres plácidamente casadas con hombres a los que respetan, por quienes sienten un profundo afecto y cuyos hijos han engendrado, que se verían muy afectadas y palidecerían ante la vista de una figura vestida de caqui, un consumido espectro de una época perdida, de un mundo, de un recuerdo». En este sentido, cabría hablar de la «feria» de la juventud de la protagonista del cuento (sobre todo, teniendo en cuenta los problemas de subsistencia de la posguerra a los que hace alusión el relato). Por lo tanto, la avería del autobús se produce cerca de las dos «ferias». Además, también es posible hacer una interpretación que subraya la ironía del destino, puesto que la protagonista acaba descubriendo que François, para quien la vida no fue precisamente un camino de rosas, está al final enterrado junto a la feria del pueblo. Todo esto no está expresado de modo explícito en el cuento, pero son lecturas posibles que el original permite y que hacen más rica y compleja su lectura. Por otra parte, cuando Gaston pronuncia la frase se produce una vacilación que puede ser interpretada como una mera marca de lenguaje oral o como algo más, como un intento por parte de alguien que, con un inglés defectuoso, intenta recordar una frase hecha en ese idioma. «A dos pasos de la feria» cumple también ese requisito.

Los asistentes del curso, para quienes hice esta traducción y a quienes está dedicada, son: Sandra Álvarez, Ariana Castrillo, Verónica García, Teodora Ivanova, Laura Lara, Carla López, Ricard López, Edurne Luque, Ignasi Mena, Miguel Ángel Muñoz, Patricia Parra, Esther Prats, Rita Soler y Sandra Soriano.