Julio Camba y la guerra

José Ignacio Gracia Noriega
Escritor

Este artículo apareció publicado en El Correo de Andalucía el 12 de septiembre de 1997. Se publica en Hallali con autorización del autor.

De 1914 a 1918, España se convirtió en un espectador de privilegio del espectáculo de la Gran Guerra. Y como suele ocurrir en estos casos, lo que aquí se produjo, ya que éste es un país de ellas, fue una auténtica guerra civil, por execpción incruenta. Los españoles, como quien contempla los toros desde barrera, tomaron partido, con pasión las más de las veces, por los dos bandos en pugna; esto es, hubo aliadófilos y germanófilos, siendo los primeros personas de mentalidad democrática y liberal, y, en fin, las minorías intelectuales, y los segundos, gentes de orden: tanto es así que, según relata José Pla en El cuaderno gris, al producirse la derrota del Kaiser, muchos creyeron, en su pueblo, que iban a instaurarse seguidamente el socialismo y el caos. Wenceslao Fernández Flórez describe este ambiente, de forma risueña, en su novela Los que no fuimos a la guerra. A fin de cuentas, España estaba en paz, las batallas eran verbales, y los campos de batalla, las tertulias de los cafés y los mapas, que se llenaban de alfileres con banderas. Todo el mundo se consideraba estratega, y todo el mundo daba su opinión, por disparatada que fuera, como es norma cuando se discute con viveza; también como es norma en esos casos, en España entró mucho dinero gracias a la contienda, pero no se aprovechó para nada útil ni duradero: se gastó en salvas. Al firmarse el armisticio, los partidarios del bando vencedor lo celebraron como si hubieran contribuído a la victoria de forma decisiva; y los que simpatizaban con los vencidos, ya se sabe, a disimular o a rumiar la derrota.

Los intelectuales españoles participaron en aquellas banderías, siendo más activos los aliadófilos, porque los aliados contaban con mejores servicios de propaganda y captación. Algunos de ellos (Ramón del Valle Inclán, Ramón Pérez de Ayala, Manuel Azaña, etc.), fueron invitados a visitar los frentes, y de paso recibieron otros halagos y compensaciones, aunque el más afortunado desde el punto de vista crematístico, resultó ser Vicente Blasco Ibáñez, quien, en el París sitiado, escribió las exageraciones de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, que más tarde sería adaptada al cinematógrafo. No menos entusiasta fue Valle-Inclán, quien, pane lucrando, se mostró grande defensor de las democracias, y hasta el caudillismo mejicano, pese a que su estilo, en exceso lírico en esta su vertiente bélica, no debió parecer atractivo a los productores de Hollywood. Ramón Pérez de Ayala, a su vez, visitó “punto por punto el frente de guerra italiano en la Gran Guerra Europea, invitado por el gobierno de Roma”, y de este viaje surgió el libro Hermann encadenado, que está dedicado, con vana y hueca retórica, “en memoria de las víctimas innominadas e innumerables que en las sedientas rocas del Carso y en las crestas esquivas de Cernia y Trentino derramaron la fértil sangre y dieron la vida por la redención de las fraternas tierras y por la liberatd civil del mundo”. A mí, los que visitan los frentes por gusto, aunque sea también por dinero, me recuerdan a quienes bajan a las minas, por curiosidad o demagogia, o a los señoritos que salen a la mar con los pescadores, con el propósito de practicar un deporte en lo mismo que otros trabajan penosamente. Yo imagino la sensación del soldado o del minero que ven entrar en la trinchera o en la mina a un señor bien vestido que va allí como quien hace turismo, pero que, sobre todo, puede abandonar lugares tan desagradables como peligrosos cuando le venga en gana: es una falta de respeto a los que, por fuerza, no les queda otro remedio que permanecer donde los visitantes van a mirar.
Julio Camba, en cambio, vivió la Gran Guerra de cerca en sus comienzos, dada su condición de corresponsal periodístico. Desde Alemania, donde se encontraba, tuvo que trasladarse a Suiza, país neutral desde el que escribió sus crónicas como ciudadano de otro país igualmente neutral, circunstancia que le permitió emitir juicios muy certeros sobre el neutralismo. Aquella guerra estaba tan generalizada, aunque no tanto como llegaría a estarlo la siguiente, que un país o un ciudadano que ostentaran la condición de neutrales, resultaban elementos exóticos. Estos neutrales no merecían buena opinión a los beligerantes, como años después no se la mereció la actitud española a un militar alemán durante la segunda guerra mundial, hecho recogido por Curzio Malaparte en Kaputt, así como la muy racial respuesta de Agustín de Foxá; de modo que William Faulkner escribe en Una fábula: “Los únicos que aceptarían a un general francés fracasado serían los hasta entonces tan libres de la guerra: los holandeses, que estaban alejados del curso normal de las invasiones alemanas, y los españoles, demasiado pobres incluso para realizar una excursión de dos días al frente, como hicieron los portugueses por la emoción y el cambio de escena; en cuyo caso –en el de los españoles- ni siquiera sería retribuído para arriesgar su vida y lo que quedaba de su reputación”. Otros, es cierto, no mantenían una actitud tan despectiva hacia los neutrales. Algunos de estos, por su parte, se planteaban qué provecho podían sacarle a su neutralidad. Entre ellos, Julio Camba, que se plantea esta cuestión en un artículo titulado precisamente “La neutralidad española”; o, mejor dicho, se la plantea a un interlocutor que le dice: “Esta neutralidad ustedes debieran organizarla como se organiza una guerra. Debieran ustedes hacerla valer diplomática e industrialmente. Una neutralidad consciente y activa, no esa neutralidad perezosa de no querer complicarse la vida y de no querer mezclarse en los destinos de Europa”. Casi lo mismo dice Antonio Machado en el poema “España en paz”:

¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola.
Salud, ¡oh, buen Quijano! Por si este gesto es tuyo,
yo te saludo. ¡Salve! Salud, paz española,
si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
Si eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes
en esa paz, valiente, la enmohecida espada,
para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes
el arma de tu vieja panoplia arrinconada:
si pules y acicalas tus hierros para, un día,
vestir de luz, y erguida: heme aquí, pues, España,
en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía…

Pero ni el poeta ni el periodista fueron escuchados, y, con aquella neutralidad, otra ocasión se perdió para siempre.

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