Prudencio Iglesias Hermida y los dibujos de Raemaekers en España

Rubén L. Conde: «Introducción» al libro Historias en viñetas de la Gran Guerra, de Louis Raemaekers, que con traducción de José María Matás Ginger Ape Books&Films en su colección Hecatonquiros. El libro está basado en la edición compilatoria en 3 volúmenes de J. Murray Allison, publicada en 1919, en Nueva York, por The Century Co. bajo el título Raemaekers’ Cartoon History Of The War.

Raemaekers, L., The War Cartoons of Louis Raemaekers, Nueva York, 1917, s/n. El Semanario España, dirigido por el político y escritor Luis Araquistáin, refiere esta misma idea y la amplía en el casi preciso sentido que aquí exploraremos: “como instrumento de justicia y documentación histórica, los dibujos de Raemaekers tienen un valor que no borrará fácilmente el tiempo. Montañas de libros se escribirán sobre la invasión y ocupación de Bélgica por los alemanes. Pero en ciertos espíritus, todos esos libros no harán tan dolorosa impresión como algunos dibujos de Raemaekers. Más que un artista hay que ver en él un voluntario que lucha terriblemente con un lápiz. Y no es seguramente el enemigo que los alemanes menos temen” (Semanario España, n.º 95, noviembre de 1916, p. 13).

Viñetista y caricaturista holandés Louis Raemaekers (Roermond, 1869 – La Haya, 1956) fue a su vez parte activa y determinante en la contienda, aunque no como héroe de las trincheras y sí como adalid –lápiz en ristre– de los más altos valores del hombre. Y así lo viene a confirmar la autorizada pluma del entonces ex presidente norteamericano Theodore Roosevelt: “sus viñetas son la más poderosa contribución de un neutral a la causa de la civilización durante la Guerra Mundial”.

Y es que los elocuentes dibujos de Raemaekers, cargados de sátira y desdén, rebosantes de acusadora crueldad o despiadada denuncia, palpitantes de rabiosa aflicción o emotiva ternura, y siempre indefectiblemente impactantes, calaron tan hondo en los ánimos de cuantos los conocieron y contemplaron –y se cuentan por millones–, se fijaron con tal fuerza y viveza en el imaginario colectivo, que a nadie dejaron indiferente. Su integración en la poderosa maquinaria aliada resultó del todo perfecta (el férreo vínculo que genera un mismo odio, un mismo enemigo); y sus hábiles operarios no perdieron la oportunidad de hacerla funcionar a pleno rendimiento: ya fuera promoviendo exposiciones por todo el Occidente (y del valor y trascendencia de sus viñetas pueden dar fe los incidentes que rodearon dos de sus exposiciones en España); ya distribuyendo pródigamente sus álbumes entre aliados, neutrales y enemigos (y de la extensión de esta red informa el hecho de que el álbum Raemaekers Cartoons, fechado en 1916 y publicado por la National Press Agency londinense, llegó a traducirse simultáneamente a dieciocho idiomas, entre ellos, el español, el catalán, el euskera… e incluso ¡el árabe!); ya imprimiendo tarjetas postales con sus dibujos (que cruzarían fronteras y llegarían a todos los rincones del planeta); ya incorporando cromos con sus diseños en las cajetillas de tabaco enviadas a los frentes (“[y] es fácil imaginar las consecuencias de dicha propaganda. Cincuenta millones de soldados y civiles pueden ver al emperador a través de los ojos de Raemaekers”, como señalaría, y muy oportunamente, el diario alemán Kölnische Volkszeitung).

En ambos casos, las exposiciones habían sido promovidas por el novelista coruñés Prudencio Iglesias Hermida, que por ventura había adquirido en Biarritz, a través de un editor parisino, “la colección famosa de Luis Raemaekers, los cien dibujos de la guerra”. La extravagante historia de su adquisición la narra el propio Iglesias en una nota publicada por el diario El Liberal a propósito de los incidentes habidos en la primera de sus exposiciones, celebrada en septiembre de 1916, en el Círculo Republicano de San Sebastián; exposición que, en el clima de manifiesta hostilidad que en nuestro país enfrentaba a aliadófilos y germanófilos, trataron de boicotear los carlistas –afectos, claro está, a la causa germánica– y que debió arrostrar las protestas de la embajada alemana. Finalmente, el gobernador de Guipúzcoa dio luz verde a la muestra, “a la que acudió la gente como en romería” (Iglesias Hermida, P., ‘Luis Raemaekers en España’, El Liberal, 20 de septiembre de 1916, p. 3). Respecto a la segunda de estas exposiciones que, sorteando persecuciones, cierres y clausuras, intentó celebrarse en Madrid, en diferentes sedes, entre los meses de noviembre de 1916 y enero de 1917, decir que finalmente sucumbió a la obstinada persecución a la que se vio sometida por el gobierno español, que cedió ante las reiteradas presiones y amenazas del embajador alemán en Madrid. Las instancias llegadas a Gobernación desde la embajada imperial son perfecto índice del temor y la aversión que entre las autoridades alemanas despertaba la obra de Raemaekers. Sobre este particular, remitimos a la tesis doctoral inédita de GARCÍA GARCÍA, I., Orígenes de las vanguardias artísticas en Madrid (1909-1922), Madrid, 1988, pp. 308-313, consultable en la web.

Raemaekers, hasta entonces un discreto paisajista y un perspicaz caricaturista de cierta resonancia local, profundamente consternado por los acontecimientos (y temeroso de que sus compatriotas pudiesen correr igual suerte), decidió volcar toda su energía y talento artístico en la denuncia del sanguinario método alemán, poniendo sus lápices, ceras y pinceles al servicio de la paz y la libertad de las naciones. Bien se pudiera pensar en una traumática epifanía; en un profundo cambio de mentalidad; en una trágica alteración del orden vital; en una violenta transformación de su arte. Y así debió ser, al menos en parte. Aunque es igualmente cierto que, en fechas anteriores al estallido del conflicto, el ya por entonces veterano artista, buen conocedor del escenario político internacional y de la mentalidad alemana[12], había hecho por advertir de los peligros del pangermanismo desde las páginas del diario De Telegraaf[13] de Ámsterdam. Con todo, sus trabajos no poseían la fuerza expresiva ni habían alcanzado aún la repercusión que más tarde obtendrían. El genio del artista solo eclosionaría con la guerra, con sus excesos y sus trágicas escenas, con ese infierno de inenarrable terror que penosamente exploraría (“el manto de Dante recae sobre Raemaekers, que dirige el espíritu y la conciencia del mundo actual por entre un infierno de males”)[14]; y sería al aciago estímulo de ese terror que fraguaría su personalidad artística; una súbita manifestación del genio que no pasó desapercibida a los críticos de algunos medios: “esperó la ocasión oportuna en los asuntos humanos para despertar un poder que quizá, de otro modo, no hubiese conocido. Adquirió una fuerza titánica que agitó su conciencia; y esa conciencia, una vez agitada, se entregó […] al servicio de la humanidad”[15].

Y si en principio su obra fue acogida con vacilación y recelo por la sociedad holandesa, que se inclinaba por una cómoda neutralidad y que incluso no vacilaba en hacer negocio a costa de la guerra (actitudes ambas que serían duramente criticadas por Raemaekers)[16], poco tiempo después su fama era internacional. A esto contribuyó, paradójicamente, el Alto Mando en Potsdam, que no contento con poner precio a su cabeza, instó asimismo a las autoridades holandesas a perseguirlo y juzgarlo so pretexto de poner en riesgo la neutralidad del país. Por fortuna, su caso sería desestimado (reconociéndose el derecho del artista a expresarse libremente), no sin antes despertar el morboso interés de la prensa de las naciones beligerantes. Como es natural, la noticia no fue bien recibida en Alemania. Así decía el despechado editorial del Kölnische Zeitung una vez conocido el veredicto: “Después de la guerra, el gobierno alemán ajustará cuentas con Holanda, y por cada calumnia, por cada caricatura de Raemaekers, exigirá su pago con los debidos intereses”.

La Correspondencia de España recogía –incluso con mayor extensión– el agresivo editorial publicado por la oficiosa Gaceta de Colonia: “El arma principal de la Cuádruple Entente en esta guerra ha sido la mentira y la calumnia. Habéis contribuido a afilar esa arma contra nosotros, no lo olvidaremos. Después de la guerra, cuando hayamos terminado con nuestros enemigos, arreglaremos las cuentas con vosotros. Por cada calumnia, por cada dibujo de Raemaekers, por cada insulto, por cada pedrada, por cada espectáculo teatral [seguramente, sátira] ofensivo a nosotros, exigiremos el pago con usura de lo que nos sea debido…”, en La Correspondencia de España, 20 de enero de 1916, p. 1.

Tras el incidente, Raemaekers continuó, con mayor determinación si cabe, su admirable y comprometido quehacer. Si en enero de 1915 arrancaba la distribución y venta mundial de las tarjetas postales ilustradas con sus viñetas (a beneficio de la Cruz Roja francesa), en diciembre de ese mismo año, cerraba su primer contrato internacional con el periódico inglés Daily Mail; y apenas dos meses más tarde, con ocasión de una muestra antológica de su obra en los salones de la prestigiosa Sociedad de Bellas Artes de Londres, Raemaekers y su familia trasladaban su domicilio a Inglaterra. A partir de ese momento, los éxitos se encadenarían: aplaudido por público y crítica, la prensa lo proclamaría mejor viñetista mundial en vida, emparentando su obra con la de figuras de la talla de Callot (a través de sus Miserias), Goya (a través de sus Desastres), Daumier (el gran caricaturista de la guerra franco-prusiana, de quien se diría sucesor) o Forain (el rey de la sátira, su gigante contemporáneo)[18]; llegarían asimismo los reconocimientos civiles y artísticos (y serían innumerables los honores, premios y galardones que llegaría a acumular al final de sus días: caballero de la Legión de Honor francesa; de la Orden de Leopoldo y de la Corona de Bélgica; y similares en Italia, Países Bajos, Polonia, Serbia, Lituania y Letonia; miembro honorario de la Sociedad de Miniaturistas del Reino Unido; Doctor Honoris Causa por la Universidad de Glasgow, etcétera); se multiplicarían las grandes muestras y las pequeñas exposiciones; los acuerdos de publicación con los principales diarios de la Vieja Europa (en España, El Motín y El Parlamentario, o la revista de ilustrísima nómina Los Aliados)[19]; y la edición de toda suerte de álbumes y compilaciones.

Fue en este período que pasaría a formar parte de la maquinaria propagandística aliada; y fue entonces, en el cenit de su carrera, que tuvo lugar su gran aventura americana. Antes, sin embargo, su agente en Londres, James Murray Allison, miembro del equipo de redacción del semanario Land & Water y responsable de varias compilaciones de sus trabajos, trataría de allanar el camino de su representado; casi en vano. Allison viajaría a Estados Unidos con una importante misión del buró de propaganda británico: crear una vasta red de distribución de la obra de Raemaekers, a fin de predisponer favorablemente a la opinión pública yanqui (que a la sazón debatía la entrada del país en la Guerra Europea). Pero el éxito del editor fue relativo –pese a que llegaría a cerrar algunos contratos–, y el triunfo del artista holandés solo se concretaría con su propio desembarco. Y lo hizo a la manera de una moderna superstar, girando por todo el país y sucediéndose, como ya aconteciera en Europa, las exposiciones, conferencias, entrevistas y recepciones (invitado, entre otros, por el presidente Wilson o el ex presidente Roosevelt); los acuerdos con los grandes tabloides (en 1917, la tirada conjunta de los periódicos que imprimían sus viñetas, solo en los Estados Unidos, alcanzaba los 300 millones de ejemplares)[20]; o la edición de nuevos álbumes y compilaciones. En noviembre de 1917, tras varios meses saboreando las mieles del éxito en América, Raemaekers regresó a Inglaterra.

Con el final de la guerra, el caricaturista se trasladó a Bruselas, ciudad en la que permaneció por más de veinte años, trabajando para Le Soir y el holandés De Telegraaf. Poco a poco, su opinión perdió influencia y su nombre se vio relegado al más injusto de los olvidos. Abandonó Bélgica tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, fijando su domicilio primero en Inglaterra y más tarde en los Estados Unidos. Y aunque siguió trabajando, sus viñetas ya no poseían la fuerza de antaño (pese a que la nueva pléyade de caricaturistas de guerra acusaba fuertemente la influencia de sus viejos dibujos). En 1941, decidió abandonar definitivamente su trabajo. Solo en 1953, regresó a los Países Bajos, donde llevó una vida apacible hasta su muerte, sobrevenida apenas tres años más tarde.

Un simple vistazo a las viñetas de Raemaekers puede dar la medida justa de su arte y ayudar a entender el porqué de su éxito: sus lápices hablan un lenguaje popular, sencillo y directo, arquetípico y sintético; un lenguaje animado por una indómita fuerza expresiva, al que recorre una emotividad pasional y sincera, capaz de conmover y hacer vibrar los espíritus más embrutecidos, de sacudir las más lánguidas conciencias. Sus viñetas oscilan entre el sarcasmo feroz y la piedad más patética; entre el documento veraz y la alegoría sempiterna. Imágenes históricas, reminiscentes, capaces de evocar un tiempo y un espacio distantes; pero también atemporales, prestas a invocar pesadillas por siempre universales.

[5]

[6] Haciendo así efectivas las palabras del primer ministro inglés H. H. Asquith: “dondequiera que se vean sus viñetas, se verá reforzada la determinación de no tolerar un final a la guerra sino con la caída del poder militar prusiano”; AsquithS, H. H., ‘An appreciation from the Prime Minister’, en VV. AA., Raemaekers’ Cartoons, with accompanying notes by well-known english writers, Nueva York, 1916, s/n. Esta lujosa compilación constituye un acabado ejemplo de obra propagandística promovida por la Wellington House.

[7] Citado en: ‘Sigarettenplaatjes van Raemaekers’, De Tijd, 24 de agosto de 1916.

[8] Citado en: ‘Pintados por sí mismos’, Los Aliados, n.º 3, 27 de julio de 1918, p. 3.

[9] Citado en: Murray Allison, J., ‘Foreword’, en Raemaekers, L., Kultur in Cartoons, Nueva York, 1917, s/n.

[10] Citado en: Stopford, F., ‘Introduction’, en VV. AA. (1916), Op. cit., s/n. Por otras noticias y artículos hemos sabido que la cita pertenecía a Harden; cfr. Phillips, D., ‘Art and War’, The Bulletin of the College Art Association of America, nº. 4, Vol. I, 1918, p. 27.

[11] Raemakers, L. (1917), Op. cit., s/n.

[12] No en vano su madre era alemana y su padre, redactor de un diario de provincias que estimuló su interés por la política internacional. Cfr. ‘Noted cartoonist explains plans’, The Morning Oregonian, 16 de octubre de 1917, p. 16.

[18] Sería precisamente de manos de Jean-Louis Forain que Raemaekers recibiría la cruz de la Legión de Honor francesa en febrero de 1916. Cfr. Francés, J., ‘De Norte a Sur: La cruz de Raemaekers’, La Esfera, n.º 117, marzo de 1916, p. 29.

[19] Que contaba entre otros colaboradores con: Luis Araquistáin, Alejandro Lerroux, Ramiro de Maeztu, Antonio y Manuel Machado, Ramón Menéndez Pidal, José Ortega y Gasset, Luis de Oteyza, Ramón Pérez de Ayala, Benito Pérez Galdós, Felipe Sassone, Miguel de Unamuno o Ramón del Valle-Inclán.

[20] Murray Allison, J. (1919), Op. cit., p. XI.

[21] ‘Revista de Revistas: Luis Raemaekers’, Nuestro Tiempo, n.º 222, junio de 1917, p. 384.

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