Aliadófilos y germanófilos. Una actualización necesaria, a cargo de Andreu Navarra Ordoño (2014)

Emilio Quintana
Estocolmo, Suecia

    Reseña | Andreu Navarra Ordoño: 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura espanola. Madrid, Cátedra, 2014.

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andreu Después de la caótica pero apabullante monografía de Fernando Díaz-Plaja (1918-2002) titulada Francófilos y germanófilos: los españoles en la guerra europea (Dopesa, 1973), se echaba en falta un nuevo libro que pusiera al día toda la ingente información del erudito catalán, recogiendo nuevas perspectivas e investigaciones al respecto. Este es el mérito principal del libro de Andreu Navarra Ordoño.

El libro es mucho más breve y ordenado que el de Díaz-Plaja, y sus juicios son casi siempre atinados. La germanofilia es vista en su contexto, en el marco de una política de corte pacifista dedicada a realizar pingües negocios, que tanto beneficiaron a los países «neutrales», caso de Dinamarca, por ejemplo. El capítulo dedicado al discurso de Gabriel Maura Gamazo en el hotel Ritz de Madrid el 16 de marzo de 1915 es muy esclarecedor para entender la clave interna que estaba detrás de la germanofilia española, entre cuyos defensores destacan las figuras de Ramón y Cajal, Luis Bagaría, Francesc Cambó, o Sofía Casanova.

En el campo aliadófilo, resalta la importancia que el autor le concede al libro de Werner Sombart Comerciantes y soldados, que para nosotros es también muy importante en la toma de conciencia bélica 1, lo que sirve para introducir la diferencia entre «Kultur» y «Zivilisation», de modo que se entra con naturalidad en el espacio de la «anglofilia», que en buena parte representa Pérez de Ayala, pero también Unamuno, sorprendentemente 2. Las figuras de Rovira i Virgili, Gaziel o la propia Casanova-Lutoslawska quedan perfectamente dibujadas en unas cuantas líneas sintéticas, así como la falsedad de Luis Antón del Olmet, representante de lo peor del hampa que vivía a cuenta del dinero de las Embajadas.

Otro gran acierto del autor es la forma en que ve el humor de Wenceslao Fernández Flórez y Julio Camba como vía de revelación de la hipocresía de las banderías al mejor postor:

Se puede tener mucho dinero y una gran cultura, y ser completamente un bárbaro (Camba)

En cuanto a los medios de comunicación, se ha avanzado mucho a la hora de saber quién pagaba los diferentes órganos de prensa, considerados estratégicos a la hora de conformar la opinión pública en los países neutrales. En todo caso, si el dinero francés estaba, por ejemplo, tras la publicación de la revista catalanista Iberia, el autor hace un excelente análisis sobre lo poco que sacaban los escritores al servicio de los mecanismos de propaganda.

Los párrafos dedicados a Valle-Inclán, Araquistáin, etc… son menos novedosos, aunque necesarios y equilibrados. Lo que nos gusta más del libro son las notas pasajeras sobre campos menos conocidos, como los panfletos olvidados de Azorín (Los norteamericanos, 1918, o París, bombardeado, 1919, que han sido reeditados recientemente).

galiziaLlama la atención la incorporación de un estudio dedicado a «Los nacionalistas» (capítulo IV, págs. 193-235), muy acertado, ya que los 14 puntos del presidente Wilson abrieron el camino a una Europa de las naciones, de modo que sirvieron para dar impulso a los movimientos nacionalistas, especialmente al catalán y al vasco, muy beneficiados económicamente por la neutralidad española (y su proteccionismo comercial). Los delirios de Sabino Arana derivan hacia el pragmatismo de Ramón de la Sota, verdadero mecenas cultural vasco, que pone en marcha numerosos proyectos de envergadura, entre los que destaca la revista Hermes, lo que acabará derivando en buena parte en el falangismo vasco, soporte de Franco en el 37. El caso catalán está mucho más estudiado, y el autor incorpora las últimas investigaciones, llenas de nombres que todavía dicen poco fuera del ámbito cataloparlante (con la excepción de Gaziel, y acaso Gabriel Alomar): Román Jori, Rovira i Virgili, Lluis Duran i Ventosa, Pere Rahola, Josep Carner, Jaime Brossa, Puig i Cadafach, etc.

Entre los defectos que afean el libro se encuentra la actitud despectiva del autor hacia el patriotismo español, con frases impropias de un historiador sólido como: «Utiliza, lo veremos, los mismos resortes ultranacionalistas que provienen de la historia de España, de la versión imperialista de la historia de España, pero no menciona ni una sola vez a los Imperios Centrales» [pág. 51] 3. No es cierto que Maura Gamazo represente un «nacionalismo agresivo europeísta» [pág. 51]. El autor no parece haber asimilado adecuadamente la posición de escritores como Eduardo Marquina o Ramiro de Maeztu, ni las reflexiones de Ara Torralba o José-Carlos Mainer, referencias que establecen la existencia de un maurismo reformista anterior a la Gran Guerra -si bien, en cierto modo, el autor del libro lo admite en la pág. 80, al relacionar la Guerra con el conflicto franco-prusiano de 1870. Por otra parte, no se puede afirmar que la germanofilia pretenda cerrar filas «en torno al catolicismo y cerrar las fronteras para no contagiarse de europeísmo suicida» [pág. 51], una afirmación que no tiene en cuenta la «violación» de la soberanía belga por parte de Alemania, hecho que suscitó la misma reacción traumática entre los aliadófilos y los germanófilos, e hizo que Inglaterra entrara de lleno en el conflicto.

Con todo, el libro mantiene una línea de seriedad y equilibrio notables, lo que lo hace imprescindible para cualquier estudioso de los aspectos culturales de la Gran Guerra en el mundo hispánico.

NOTAS

  1. El panfleto de Werner Sombart: Händler und Helden (Leipzig, 1915) que identifica la cultura alemana con una tendencia hacia el absoluto y al sacrificio heóico en nombre de altos ideales, frente al materialismo individualista de la ”cultura de tenderos” anglosajona y de las ideas francesas de 1789. Cf. ”Heroes and Merchants”, en Buruma, Ian & Margalit, Avishai, Occidentalism. The West in the Eyes of Its Enemies. New York, The Pengin Press, 2004, 49-73.
  2. Agrada leer la reivindicación de un libro tan profundo como Herman encadenado, obra maestra de la literatura española de la Gran Guerra. Igualmente, se recogen con acierto los estudios del hispanista Cristopher Cobb, absolutamente precursores
  3. Resulta irritante la continua referencia a un «ultranacionalismo españolista».

La Biblia y la Gran Guerra. Religión, guerra y cruzada

Emilio Quintana
Estocolmo, Suecia

GenAllenby_enters_Jerusalem_1917-720x397A pesar de que la importancia del imaginario cristiano durante la Gran Guerra fue muy grande, sólo en los últimos tiempos comienza a estudiarse de forma profunda.

De hecho, se ha creado un grupo de investigación en la Universidad de Cambridge que estará trabajando durante los próximos años sobre el tema, desde un punto de vista histórico, literario y teológico: The Book And The Sword: The Bible in the Experience and Legacy of the Great War.

La Europa de 1914-1918 estaba completamente inmersa en el conocimiento de la Biblia como parte del imaginario cultural, algo que venía cimentado desde la escuela. De hecho, la guerra fue vista como cruzada por ambos bandos. Por lo demás, la violación de la neutralidad de la católica Bélgica despertó un enorme debate en toda Europa, que afectó muy especialmente a países neutrales como España (tema del que he tratado en diferentes foros universitarios), figuras míticas de carácter nacional como Juana de Arco o San Jorge excitaron la representación providencialista de las naciones en liza, y el desarrollo de los acontecimientos en el frente bélico de Tierra Santa -en relación con el declive del Imperio Otomano-, tuvo consecuencias que llegan hasta hoy…

En relación con Oriente Próximo, Alemania, por ejemplo, mandó un batallón para proteger los monumentos bíblicos y apropiárselos culturalmente. En este batallón iban teólogos, como Albrecht Alt. El recuerdo de las cruzadas, que había revivido el propio Emperador de Alemania, al restaurar y visitar la tumba de Saladino antes del estallido del conflicto, revivió con la entrada del General Edmund Allenby en Jerusalén, el 11 de diciembre de 1917. Hacía siglos que la Ciudad Santa no estaba en manos de cristianos. Allenby hizo su entrada a pie, imitando a su manera la entrada del Emperador alemán unos años antes, de forma «humilde», como muestra la Biblia que hizo Jesucristo.

En general, los países vieron en la Gran Guerra una cruzada en defensa de los valores de la civilización europea. El Obispo de Londres, Arthur Winnington-Ingram, proclamó «[a] great crusade to defend the weak against the strong». Las iglesias se llenaron de sermones de este tenor, al estilo de los del Arzobispo de Canterbury, o el Dean de Westminster, que después aparecían publicados en la prensa.

La Biblia sirvió también para argumentar la «objeción de conciencia», o la extensión de teorías apocalípticas.

Los ángeles de Mons. Los arqueros, y otras leyendas de la guerra (1915), de Arthur Machen

Emilio Quintana Pwreja (ed.)
Estocolmo | equintan@gmail.com

1863-1937

bowmenIntroducción

Se me ha pedido que escriba una introducción a la historia de LOS ARQUEROS, para su publicación en forma de libro. And I hesitate. This affair of THE BOWMEN has been such an odd one from first to last, so many queer complications have entered into it, there have been so many and so divers currents and cross-currents of rumour and speculation concerning it, that I honestly do not know where to begin. I propose, then, to solve the difficulty by apologising for beginning at all.

For, usually and fitly, the presence of an introduction is held to imply that there is something of consequence and importance to be introduced. If, for example, a man has made an anthology of great poetry, he may well write an introduction justifying his principle of selection, pointing out here and there, as the spirit moves him, high beauties and supreme excellencies, discoursing of the magnates and lords and princes of literature, whom he is merely serving as groom of the chamber. Introductions, that is, belong to the masterpieces and classics of the world, to the great and ancient and accepted things; and I am here introducing a short, small story of my own which appeared in THE EVENING NEWS about ten months ago (September 1914).

I appreciate the absurdity, nay, the enormity of the position in all its grossness. And my excuse for these pages must be this: that though the story itself is nothing, it has yet had such odd and unforeseen consequences and adventures that the tale of them may possess some interest. And then, again, there are certain psychological morals to be drawn from the whole matter of the tale and its sequel of rumours and discussions that are not, I think, devoid of consequence; and so to begin at the beginning.

This was in last August, to be more precise, on the last Sunday of last August. There were terrible things to be read on that hot Sunday morning between meat and mass. It was in THE WEEKLY DISPATCH that I saw the awful account of the retreat from Mons. I no longer recollect the details; but I have not forgotten the impression that was then on my mind, I seemed to see a furnace of torment and death and agony and terror seven times heated, and in the midst of the burning was the British Army. In the midst of the flame, consumed by it and yet aureoled in it, scattered like ashes and yet triumphant, martyred and for ever glorious. So I saw our men with a shining about them, so I took these thoughts with me to church, and, I am sorry to say, was making up a story in my head while the deacon was singing the Gospel.

This was not the tale of THE BOWMEN. It was the first sketch, as it were, of THE SOLDIERS’ REST. I only wish I had been able to write it as I conceived it. The tale as it stands is, I think, a far better piece of craft than THE BOWMEN, but the tale that came to me as the blue incense floated above the Gospel Book on the desk between the tapers: that indeed was a noble story–like all the stories that never get written. I conceived the dead men coming up through the flames and in the flames, and being welcomed in the Eternal Tavern with songs and flowing cups and everlasting mirth. But every man is the child of his age, however much he may hate it; and our popular religion has long determined that jollity is wicked. As far as I can make out modern Protestantism believes that Heaven is something like Evensong in an English cathedral, the service by Stainer and the Dean preaching. For those opposed to dogma of any kind–even the mildest–I suppose it is held that a Course of Ethical Lectures will be arranged.

Well, I have long maintained that on the whole the average church, considered as a house of preaching, is a much more poisonous place than the average tavern; still, as I say, one’s age masters one, and clouds and bewilders the intelligence, and the real story of THE BOWMEN, with its «sonus epulantium in æterno convivio», was ruined at the moment of its birth, and it was some time later that the actual story got written. And in the meantime the plot of THE BOWMEN occurred to me. Now it has been murmured and hinted and suggested and whispered in all sorts of quarters that before I wrote the tale I had heard something. The most decorative of these legends is also the most precise: «I know for a fact that the whole thing was given him in typescript by a lady-in-waiting.» This was not the case; and all vaguer reports to the effect that I had heard some rumours or hints of rumours are equally void of any trace of truth.

Again I apologise for entering so pompously into the minutiæ of my bit of a story, as if it were the lost poems of Sappho; but it appears that the subject interests the public, and I comply with my instructions. I take it, then, that the origins of THE BOWMEN were composite. First of all, all ages and nations have cherished the thought that spiritual hosts may come to the help of earthly arms, that gods and heroes and saints have descended from their high immortal places to fight for their worshippers and clients. Then Kipling’s story of the ghostly Indian regiment got in my head and got mixed with the mediævalism that is always there; and so THE BOWMEN was written. I was heartily disappointed with it, I remember, and thought it–as I still think it–an indifferent piece of work. However, I have tried to write for these thirty-five long years, and if I have not become practised in letters, I am at least a past master in the Lodge of Disappointment. Such as it was, THE BOWMEN appeared in THE EVENING NEWS of September 29th, 1914.

Now the journalist does not, as a rule, dwell much on the prospect of fame; and if he be an evening journalist, his anticipations of immortality are bounded by twelve o’clock at night at the latest; and it may well be that those insects which begin to live in the morning and are dead by sunset deem themselves immortal. Having written my story, having groaned and growled over it and printed it, I certainly never thought to hear another word of it. My colleague THE LONDONER praised it warmly to my face, as his kindly fashion is; entering, very properly, a technical caveat as to the language of the battle-cries of the bowmen. «Why should English archers use French terms?» he said. I replied that the only reason was this–that a «Monseigneur» here and there struck me as picturesque; and I reminded him that, as a matter of cold historical fact, most of the archers of Agincourt were mercenaries from Gwent, my native country, who would appeal to Mihangel and to saints not known to the Saxons–Teilo, Iltyd, Dewi, Cadwaladyr Vendigeid. And I thought that that was the first and last discussion of THE BOWMEN. But in a few days from its publication the editor of THE OCCULT REVIEW wrote to me. He wanted to know whether the story had any foundation in fact. I told him that it had no foundation in fact of any kind or sort; I forget whether I added that it had no foundation in rumour but I should think not, since to the best of my belief there were no rumours of heavenly interposition in existence at that time. Certainly I had heard of none. Soon afterwards the editor of LIGHT wrote asking a like question, and I made him a like reply. It seemed to me that I had stifled any BOWMEN mythos in the hour of its birth.

A month or two later, I received several requests from editors of parish magazines to reprint the story. I–or, rather, my editor–readily gave permission; and then, after another month or two, the conductor of one of these magazines wrote to me, saying that the February issue containing the story had been sold out, while there was still a great demand for it. Would I allow them to reprint THE BOWMEN as a pamphlet, and would I write a short preface giving the exact authorities for the story? I replied that they might reprint in pamphlet form with all my heart, but that I could not give my authorities, since I had none, the tale being pure invention. The priest wrote again, suggesting–to my amazement–that I must be mistaken, that the main «facts» of THE BOWMEN must be true, that my share in the matter must surely have been confined to the elaboration and decoration of a veridical history. It seemed that my light fiction had been accepted by the congregation of this particular church as the solidest of facts; and it was then that it began to dawn on me that if I had failed in the art of letters, I had succeeded, unwittingly, in the art of deceit. This happened, I should think, some time in April, and the snowball of rumour that was then set rolling has been rolling ever since, growing bigger and bigger, till it is now swollen to a monstrous size.

It was at about this period that variants of my tale began to be told as authentic histories. At first, these tales betrayed their relation to their original. In several of them the vegetarian restaurant appeared, and St. George was the chief character. In one case an officer–name and address missing–said that there was a portrait of St. George in a certain London restaurant, and that a figure, just like the portrait, appeared to him on the battlefield, and was invoked by him, with the happiest results. Another variant–this, I think, never got into print–told how dead Prussians had been found on the battlefield with arrow wounds in their bodies. This notion amused me, as I had imagined a scene, when I was thinking out the story, in which a German general was to appear before the Kaiser to explain his failure to annihilate the English.

«All-Highest,»the general was to say,»it is true, it is impossible to deny it. The men were killed by arrows; the shafts were found in their bodies by the burying parties.»

I rejected the idea as over-precipitous even for a mere fantasy. I was therefore entertained when I found that what I had refused as too fantastical for fantasy was accepted in certain occult circles as hard fact.

Other versions of the story appeared in which a cloud interposed between the attacking Germans and the defending British. In some examples the cloud served to conceal our men from the advancing enemy; in others, it disclosed shining shapes which frightened the horses of the pursuing German cavalry. St. George, it will he noted, has disappeared–he persisted some time longer in certain Roman Catholic variants–and there are no more bowmen, no more arrows. But so far angels are not mentioned; yet they are ready to appear, and I think that I have detected the machine which brought them into the story.

In THE BOWMEN my imagined soldier saw «a long line of shapes, with a shining about them.» And Mr. A.P. Sinnett, writing in the May issue of THE OCCULT REVIEW, reporting what he had heard, states that «those who could see said they saw ‘a row of shining beings’ between the two armies.» Now I conjecture that the word «shining» is the link between my tale and the derivative from it. In the popular view shining and benevolent supernatural beings are angels, and so, I believe, the Bowmen of my story have become «the Angels of Mons.» In this shape they have been received with respect and credence everywhere, or almost everywhere.

And here, I conjecture, we have the key to the large popularity of the delusion–as I think it. We have long ceased in England to take much interest in saints, and in the recent revival of the cultus of St. George, the saint is little more than a patriotic figurehead. And the appeal to the saints to succour us is certainly not a common English practice; it is held Popish by most of our countrymen. But angels, with certain reservations, have retained their popularity, and so, when it was settled that the English army in its dire peril was delivered by angelic aid, the way was clear for general belief, and for the enthusiasms of the religion of the man in the street. And so soon as the legend got the title «The Angels of Mons» it became impossible to avoid it. It permeated the Press: it would not be neglected; it appeared in the most unlikely quarters–in TRUTH and TOWN TOPICS, THE NEW CHURCH WEEKLY (Swedenborgian) and JOHN BULL. The editor of THE CHURCH TIMES has exercised a wise reserve: he awaits that evidence which so far is lacking; but in one issue of the paper I noted that the story furnished a text for a sermon, the subject of a letter, and the matter for an article. People send me cuttings from provincial papers containing hot controversy as to the exact nature of the appearances; the «Office Window» of THE DAILY CHRONICLE suggests scientific explanations of the hallucination; the PALL MALL in a note about St. James says he is of the brotherhood of the Bowmen of Mons–this reversion to the bowmen from the angels being possibly due to the strong statements that I have made on the matter. The pulpits both of the Church and of Non-conformity have been busy: Bishop Welldon, Dean Hensley Henson (a disbeliever), Bishop Taylor Smith (the Chaplain-General), and many other clergy have occupied themselves with the matter. Dr. Horton preached about the «angels» at Manchester; Sir Joseph Compton Rickett (President of the National Federation of Free Church Councils) stated that the soldiers at the front had seen visions and dreamed dreams, and had given testimony of powers and principalities fighting for them or against them. Letters come from all the ends of the earth to the Editor of THE EVENING NEWS with theories, beliefs, explanations, suggestions. It is all somewhat wonderful; one can say that the whole affair is a psychological phenomenon of considerable interest, fairly comparable with the great Russian delusion of last August and September.

* * *

Now it is possible that some persons, judging by the tone of these remarks of mine, may gather the impression that I am a profound disbeliever in the possibility of any intervention of the super-physical order in the affairs of the physical order. They will be mistaken if they make this inference; they will be mistaken if they suppose that I think miracles in Judaea credible but miracles in France or Flanders incredible. I hold no such absurdities. But I confess, very frankly, that I credit none of the «Angels of Mons» legends, partly because I see, or think I see, their derivation from my own idle fiction, but chiefly because I have, so far, not received one jot or tittle of evidence that should dispose me to belief. It is idle, indeed, and foolish enough for a man to say: «I am sure that story is a lie, because the supernatural element enters into it;» here, indeed, we have the maggot writhing in the midst of corrupted offal denying the existence of the sun. But if this fellow be a fool–as he is–equally foolish is he who says, «If the tale has anything of the supernatural it is true, and the less evidence the better;» and I am afraid this tends to be the attitude of many who call themselves occultists. I hope that I shall never get to that frame of mind. So I say, not that super-normal interventions are impossible, not that they have not happened during this war–I know nothing as to that point, one way or the other–but that there is not one atom of evidence (so far) to support the current stories of the angels of Mons. For, be it remarked, these stories are specific stories. They rest on the second, third, fourth, fifth hand stories told by «a soldier,» by «an officer,» by «a Catholic correspondent,» by «a nurse,» by any number of anonymous people. Indeed, names have been mentioned. A lady’s name has been drawn, most unwarrantably as it appears to me, into the discussion, and I have no doubt that this lady has been subject to a good deal of pestering and annoyance. She has written to the Editor of THE EVENING NEWS denying all knowledge of the supposed miracle. The Psychical Research Society’s expert confesses that no real evidence has been proffered to her Society on the matter. And then, to my amazement, she accepts as fact the proposition that some men on the battlefield have been «hallucinated,» and proceeds to give the theory of sensory hallucination. She forgets that, by her own showing, there is no reason to suppose that anybody has been hallucinated at all. Someone (unknown) has met a nurse (unnamed) who has talked to a soldier (anonymous) who has seen angels. But THAT is not evidence; and not even Sam Weller at his gayest would have dared to offer it as such in the Court of Common Pleas. So far, then, nothing remotely approaching proof has been offered as to any supernatural intervention during the Retreat from Mons. Proof may come; if so, it will be interesting and more than interesting.

But, taking the affair as it stands at present, how is it that a nation plunged in materialism of the grossest kind has accepted idle rumours and gossip of the supernatural as certain truth? The answer is contained in the question: it is precisely because our whole atmosphere is materialist that we are ready to credit anything–save the truth. Separate a man from good drink, he will swallow methylated spirit with joy. Man is created to be inebriated; to be «nobly wild, not mad.» Suffer the Cocoa Prophets and their company to seduce him in body and spirit, and he will get himself stuff that will make him ignobly wild and mad indeed. It took hard, practical men of affairs, business men, advanced thinkers, Freethinkers, to believe in Madame Blavatsky and Mahatmas and the famous message from the Golden Shore: «Judge’s plan is right; follow him and STICK.»

And the main responsibility for this dismal state of affairs undoubtedly lies on the shoulders of the majority of the clergy of the Church of England. Christianity, as Mr. W.L. Courtney has so admirably pointed out, is a great Mystery Religion; it is the Mystery Religion. Its priests are called to an awful and tremendous hierurgy; its pontiffs are to be the pathfinders, the bridge-makers between the world of sense and the world of spirit. And, in fact, they pass their time in preaching, not the eternal mysteries, but a twopenny morality, in changing the Wine of Angels and the Bread of Heaven into gingerbeer and mixed biscuits: a sorry transubstantiation, a sad alchemy, as it seems to me.

Los arqueros
Traducción: Darío Lavia

Pasó durante la Retirada de los 80 mil, y la autoridad de la censura es suficiente excusa para no ser más explícito. Pero pasó durante el más terrible día de aquella terrible época, el día en que la ruina y el desastre llegó tan cerca que su sombra cayó sobre Londres; y, sin ninguna noticia certera, los corazones de los hombres se angustiaron; como si la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera ingresado en sus almas.

En este amargo día, cuando trescientos mil soldados con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la pequeña compañía inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla que estaba en peligro atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación. Con el permiso de la Censura y de los expertos militares, esa posición podía ser descripta como una saliente, y si esa unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces, todas las fuerzas británicas serían despedazadas, y los Aliados deberían retroceder y se perdería inevitablemente el Sedán.

Durante toda la mañana los cañones alemanes habían tronado y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la defendían. Los hombres bromeaban sobre los cañonazos y encontraban nombres graciosos para estos, hacían apuestas y los recibían con pequeñas canciones. Pero las balas seguían explotando y desgarrando las extremidades de buenos ingleses, y a medida que las horas del día avanzaban, también lo hacían los terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio. La artillería inglesa era buena, pero no había suficientes unidades cerca y las que quedaban, habían sido rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones.

Hay momentos en una tormenta en el mar en que la gente se dice entre sí, «esto es lo peor; no puede ser más duro.» y entonces hay un trueno diez veces más fiero que todos los anteriores. Así estaban en esa trinchera los británicos.

No había corazones más fuertes en el mundo entero que los de aquellos hombres; pero igualmente se veían espantados por esos mortíferos cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Y en un momento pudieron divisar desde sus cubrimientos, que una tremenda muchedumbre se estaba movilizando hacia sus líneas. Los quinientos supervivientes que aún resistían pudieron divisar a lo lejos a la infantería alemana que venía a presionarlos, columna tras columna, una hueste de hombres grises, diez mil de ellos.

No había mucha esperanza. Algunos de ellos se chocaron las manos. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de batalla, «Adiós, adiós a Tipperary,» terminando con «y no volveremos más». Todos se comenzaron a despedir con rapidez. Los oficiales creían que esta sería una buena oportunidad de ascenso; en tanto los alemanes avanzaban línea tras línea. El humorista de Tipperary preguntó: «¿qué precio tiene en Sidney Street?» Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor posible. Pero todos sabían que era inútil. Los cuerpos grises seguían su avance en compañías y batallones, y otros se les unían, y se expandían y avanzaban más y más.

«Mundo sin fin. Amén,» dijo uno de los soldados con cierta irrelevancia, mientras apuntaba y disparaba. Y luego recordó, no podía saber el porqué, un extraño restaurante vegetariano en Londres, donde había ido una o dos veces a comer excéntricos platos de coteletas hechas de lentejas y nueces que pretendían ser bistecs. Todos los platos de ese restaurante tenían impresos una figura azulada de San Jorge, con la consigna Adsit Anglis Sanctus Geogius, que San Jorge ayude a los ingleses. Este soldado resultó que sabía latín y otras cosas inútiles, y en ese momento, mientras disparaba a su hombre en la masa que avanzaba, a 300 yardas de distancia, vociferó aquella pía frase vegetariana. Y siguió disparando hasta el fin, y al final Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo alegremente para obligarlo a detenerse, diciéndole que si seguía así, malgastaría las municiones de Su Majestad y no podía desperdiciarlas en horadar pequeños parches de alemanes muertos.

El estudiante de latín, luego de pronunciar su invocación, sintió algo así como una sensación de entre estremecimiento y shock eléctrico. El rugido de la batalla se acalló en sus oídos y se trocó en un apacible murmullo, y en vez de tal sonido, escuchó, según dijo luego, una gran voz, que resonaba como el trueno: «¡Formación, formación, formación!»

Su corazón comenzó a arder como una brasa y luego se enfrió como el hielo, ya que le pareció escuchar como un tumulto de voces respondía al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos que gritaban: «¡San Jorge, San Jorge!»

«¡Ha! Señor; ¡ha! ¡dulce Santo, sálvanos!»

«¡San Jorge por la feliz Inglaterra!»

«¡Salve! ¡Salve! Monseigneur San Jorge, socórrenos.»

«¡Ha! ¡San Jorge! ¡Ha! ¡San Jorge! Un fuerte y enorme arco.»

«¡Caballero del Cielo, ayúdanos!»

Y mientras el soldado escuchaba esas voces, vio frente a sí mismo, más allá de la trinchera, una larga línea de formas, con aureolas resplandecientes a su alrededor. Eran como hombres que llevaban arcos, y luego de un grito, lanzaron su nube de flechas, silbando y zumbando a través del aire, hacia la masa de alemanes.

Los otros hombres en la trinchera seguían disparando. No tenían esperanza; pero seguían apuntando como si estuvieran disparando en Bisley. De pronto uno de ellos elevó su voz en inglés, «¡Dios nos ayuda!» gritó al hombre que estaba a su lado, «¡esto es maravilloso! ¡Mira a aquellos hombres, míralos! ¿Los ves? No están cayendo por docenas, ni por cientos; caen por miles. ¡Mira, mira, mira! Mientras te digo esto, ha caído un regimiento.»

«¡Cállate!» dijo el otro soldado, tomando un blanco, «¡que estamos por ser gaseados!»

Pero luego de hablar tragó saliva del asombro, ya que era verdad que los hombres grises estaban cayendo por miles. Los ingleses podían escuchar los gritos guturales de los oficiales alemanes, el crepitar de sus revólveres al disparar a los renuentes; y cómo línea tras línea, caían todos por tierra.

En todo momento el soldado cultivado en el latín escuchaba el grito: «¡Salve, salve! ¡Monseigneur, santo, rápido en nuestra ayuda! ¡San Jorge, ayúdanos!»

«¡Sumo Caballero, defiéndenos!»

Las zumbantes flechas volaban tan rápido y en espesas nubes que oscurecían el cielo; la masa pagana se iba disolviendo frente a los soldados.

«¡Más ametralladoras!» gritó Bill a Tom.

«No los escuches,» respondió Tom. «Pero, gracias a Dios, de todas maneras; hemos triunfado.»

De hecho, hubo diez mil soldados alemanes muertos antes de llegar a esa saliente de la tropa inglesa, y consecuentemente no alcanzaron Sedán. En Alemania, un país regido por los principios científicos, el Alto Mando General decidió que los indignos ingleses habían utilizado tanques que contenían un gas venenoso de naturaleza desconocida, y no hallaron heridas reconocibles en los cuerpos de los soldados muertos. Pero el hombre que había probado nueces que sabían como bistec, supo que San Jorge había traído esos arqueros de Agincourt a auxiliar a sus pares.

Los restos del soldado
Traducción: Emilio Quintana

Pas

The Monstrance
Traducción: Emilio Quintana

Pas

The Dazzling Light
Traducción: Emilio Quintana

Pas

Los arqueros y otros nobles fantasmas, por «The LOndoner»
Traducción: Emilio Quintana

Pas

Postescrito
Traducción: Emilio Quintana

Pas

Arthur Machen

Simonetta Bartolini: L’epica della Grande Guerra. Il fallimento degli intellettuali (2016)

Emilio Quintana Pareja
Estocolmo, Suecia

    Reseña | Simonetta Bartolini: L'epica della Grande Guerra. Il fallimento degli intellettuali. Milano, Luni Editrice, 2016.

Epica_guerra_sito_ml Lo importante de este libro de Simonetta Bartolini (Università di Studi internazionali di Roma) es la capacidad de integrar lo mitológico en el mundo moderno de la Gran Guerra. En unos momentos en que los estudios sobre la Gran Guerra se decantan por el testimonio directo, histórico, de su radical realidad histórica, Bartolini rescata su imaginario heróico y sublime, su naturaleza épica.

Frente a «le memorie della Grande guerra, lette fino a oggi sopratutto come testimoniante nella sfera della narrazione epica in chiave moderna», la autora contrapone «l´insieme dei racconti di guerra [come] un´epica alla maniera omerica». En este libro se deja de centrar la atención en la sociología y se apuesta mayormente por la narración épica, es decir, por la poesía. En este sentido, coincide con autores como Paul Fussell, que han llamado la atención sobre la importancia de los escritores a la hora de dar cuenta del acontecimiento bélico.

La autora, sin embargo, no sólo se sirve de textos literarios, periodísticos, o de memorias/diarios, sino que reinterpreta las cartas desde el frente, un material inmenso que se sigue estudiando sin descanso. En este sentido, conviene recoradr que uno de los primeros filólogos que resaltó la importancia de este material tan rico fue el estilista Leo Spitzer, que -hecho desconocido para muchos de los que estudiamos Etilística en la Universidad española de los 80, con manuales de su discípulo Dámaso Alonso de la Biblioteca Gredos- pasó la guerra en la oficina de censura de las cartas que mandaban a casa los prisioneros italianos desde Alemania. Su recopilación de 1921 es, por tanto, un documento de gran importancia: Italienische Kriegsgefangenenbriefe. Materialien zu einer Charakteristik der volkstümlichen italienischen Korrespondenz. Peter Hanstein, Bonn 1921.

italienischekrie00spituoftBartolini, en todo caso, tiene la originalidad de considerar como más «auténticos» los textos literarios (Serra, Radiguet, Soffici, Cendrars, Barbusse, Remarque…) que las cartas censuradas desde el frente o los campos de prisioneras.

Por lo demás, ¿a qué viene un subtítulo como «il fallimento degli intellettuali»? Para Bartolini los intelectuales fueron en su mayor parte favorables a la guerra, en la que vieron un hecho exaltadamente purificador. La sociedad moderna, pensaban, saldría redefinida en su decadencia burguesa mercantilista, en su modernidad incuestionable. Sin embargo, precisamente el hecho de que los «intelectuales» estuvieran, en buena parte, fuera del mercado de la modernidad, hizo que no supieran percibir correctamente la esencia de la guerra, un conflicto que iba paradójicamente a acelerar la tragedia tecnológica del siglo XX, una tragedia forjada en el aburrimiento de las trincheras, algo que se analiza en este grueso pero excelentemente legible libro.

El germanismo de Johann Plenge y Paul Lensch en el nacimiento del Estado del Bienestar sueco

Emilio Quintana
Estocolmo, Suecia

Uno de los debates más interesantes de la Gran Guerra en el bando alemán fue el que puso sobre la mesa Johann Plenge (1874-1963) en su libro Der Krieg und die Volkswirtschaft («La guerra y la economía». Borgmeyer, Münster, 1915), ya que defiende que Alemania lucha contra las ideas de la Revolución Francesa. El pensamiento de Plenge fue recogido en Suecia por Rudolf Kjellén (inventor de la «geopolítica»), que opuso a los valores de «libertad, igualdad y fraternidad» los nuevos valores de «orden, justicia y solidaridad nacional» 1.

En la misma línea de Plenge, encontramos la figura de Paul Lensch (1873-1926), nacionalista alemán y marxista. Estas dos características marcan su posición desde el principio de la Gran Guerra. Como todo totalitario, une patria y socialismo, en el intento de crear un «hogar» en el que se identifiquen Estado y pueblo. En su pensamiento nacional-socialista se encuentra el germen de un socialismo nacionalista que se encarnará en el nazismo, doble cara de la misma moneda, como supo ver Friedrich Hayek en Camino de servidumbre.

El nacionalismo germánico de Lensch repudia como anacrónico el «viejo capitalismo, liberal e individualista» de Inglaterra. Aboga por un Imperio Alemán Totalitario, autárquico, proteccionista, fascista o leninista, le da igual (Lenin, Hobson, Bismarck, todo merece la pena). Para Lensch, el Estado es algo históricamente configurado.

En este sentido, confluye con la teoría de la geopolítica del sueco Kjellén. El enemigo a batir es Inglaterra, ya que Alemania representa los valores de la sociedad futura, revolucionaria. Alemania, por tanto, se revela como objeto divino de cambio geopolítico: «Prusia no es un Estado con un ejército, sino un ejército con un Estado», afirma. En cierto modo, sin la infuencia de Lensch sobre Rudolf Kjellén no es posible comprender la creación del Estado socialista del Bienestar sueco, que se desarrolla precisamente después de la Gran Guerra.

  1. Cf 1789 und 1914: Die symbolischen Jahre in der Geschichte des politischen Geistes, Springer, Berlin, 1916

Richard Strauss y Alexander Lernet-Holenia: Posible significado en una relación imposible

Pablo Romera Gabella
IES Cristóbal de Monroy, Alcalá de Guadaíra (Sevilla)

Este artículo presenta la "imposible" relación entre el gran compositor alemán Richard Strauss y el mediocre (pero exitoso) escritor austríaco Alexander Lernet-Holenia. Sin embargo ambos estaban unidos por un "ideal" tal como aparece en dos de sus obras. This article presents the "impossible" relationship between the great German composer Richard Strauss and mediocre (but successful) Austrian writer Alexander Lernet- Holenia. However both were united by an "ideal" as it appears in two of their works.

“Lo que el hombre aislado puede producir, es casi siempre muy poca cosa; pero lo que los hombres pueden producir entre todos, especialmente cuando les mueve una idea –y en el fondo sólo una idea puede moverlos-sobrepasa toda medida”
Alexander Lernet-Holenia.1

La I Guerra Mundial y Richard Strauss

lernet3-website1Richard Strauss (1864-1949) era quizá el mejor compositor vivo en tiempos de la I Guerra Mundial; y la novela El Estandarte (1934) del escritor austríaco Alexander Lernet-Holenia (1897-1976), una de las más interesantes sobre el conflicto, aunque no la mejor (véanse en su misma temática La marcha de Radetzky y La cripta de los Capuchinos de Joseph Roth).

La I Guerra Mundial supuso un descalabro económico para Strauss, ya que perdió su fortuna que tenía en bancos británicos, un gesto por otra parte, poco “patriótico” para un alemán. Por ello, es un poco injusto lo que escribió el poeta Walter Hansencleaver: “los asesinos se sientan sobre El caballero de la Rosa2. Ante la guerra, Strauss mostró un rasgo típico suyo: su pragmatismo, cuando no egoísmo. En 1914 lo que más le preocupaba era terminar su ópera La mujer sin sombra (que estrenaría en 1919) y “que el demonio se lleve a esos malditos serbios”. Pero un año más tarde, en 1915, cuando compuso su Sinfonía alpina, escribía a su amigo y colaborador Hugo von Hofmannsthal sobre los combatientes: “uno debería sentirse muy agradecido si alguno de estos pobres sujetos es capaz de librarse de los piojos y las chinches y finalmente de la muerte” 3.

En el concierto celebrado en Sarajevo el 28 de junio de 2014, que conmemoraba el inicio de la Gran Guerra, resultó extraño que no apareciera alguna de las obras de Strauss, aunque sí se tocó una obra de Strauss, pero de otro Strauss… Veremos al final el por qué.

La relación imposible

La relación imposible ocurrió entre Richard Strauss y Alexander Lernet-Holenia, candidato a ser el libretista de sus óperas tras el fallecimiento del austríaco Hugo von Hofmannsthal (Electra, El caballero de la Rosa, Ariadna en Naxos,…) en 1929 y el abandono en 1935 de su sucesor, el también austríaco Stefan Zweig, por cometer el grave “delito” de ser judío en la Alemania nazi. Fue precisamente Zweig quien le propuso a Strauss como su nuevo libretista al dramaturgo, poeta y novelista de éxito Alexander Lernet-Holenia. Zweig se lo pintó como un hombre distinguido, y que conjugaba lo dramático y lo grotesco, algo tan al gusto de Strauss. Sin embargo el músico, desde el principio, se mostró escéptico y le señalaba a su amigo que para ese trabajo se requería “un gran talento”, el cual no presuponía en el novelista. Tras leer dos obras teatrales que Lernet le envió, Strauss vio confirmadas sus sospechas e indignado le escribiría a Zweig:

“Francamente no sé lo que pensar de ti. No puedes creer seriamente que ese hombre, capaz de publicar esas estúpidas, insípidas y tontas obras podría escribir un libreto para mí” 4.

Fin de la historia. Pero lo que separó la biografía lo uniría el mito cultural, en el cual ambos estaban inmersos. Justamente eso intentaremos explicar.

Richard Strauss: el compositor sin (aparentemente) pretensiones.

Para uno de los más recientes biógrafos de Strauss, Bryan Gilliam, clasificar a este autor es difícil. Para muchos fue un músico sin carácter, un músico-burgués (tal como lo fue Brahms), vendido al capitalismo, que dirigía conciertos en grandes almacenes norteamericanos y al que se le acusaba de “hacer música de cine” (realizaría la banda sonora de la adaptación cinematográfica de El caballero de la Rosa). Stravinsky dijo sobre él “que no asumía ningún compromiso”. George R. Marek le llamó “el héroe de la pantuflas”.

Strauss afirmaba que era un músico de melodías cortas, como su idolatrado Mozart (otro austríaco) y socarronamente les diría a sus críticos: “Puedo no ser un compositor de primera fila, ¡pero sí que soy un compositor de primera fila de segunda clase!” 5.

Su biógrafo de referencia, Norman del Mar, escribiría que era un autor “modestamente genial”. Bryan Gilliam, a su vez, afirma que su aparente falta de estilo escondía algo “postmoderno”, ya que entendió que la música del siglo XX carecía de un estilo único, de uniformidad, al contrario de lo que ocurrió en el siglo XIX. De tal forma, Strauss transitó del cuasi vanguardismo al neoclasicismo, pasando por el posromanticismo y demás “ismos”. Pero Strauss escondía un trasfondo intelectual y metafísico más profundo…

El poema sinfónico: Muerte y transfiguración.

Partiendo de Listz el poema sinfónico (“tone poem”) fue la principal novedad en las formas musicales del siglo XIX, y fue Strauss quien lo llevo a la categoría sinfónica con una complejidad y libertad superlativas 6. En 1889 con 25 años compuso este poema sinfónico bajo una doble influencia. Por un lado, la de Cósima Wagner, que tras su vitalista Don Juan, le pedía “buscar el motivo eterno”; y por otro, su amigo de Múnich, el músico y poeta Alexander Ritter que defendía la fusión de la filosofía de Schopenhauer con la música de Listz y Wagner.

El programa de Muerte y Transfiguración es el siguiente: un joven artista en su lecho de muerte vuelve la vista atrás, a su infancia y juventud; lucha contra la muerte y las adversidades en pos de la consecución del “ideal” que sólo llegará tras su muerte y que transfigurado logrará imponerse, pasando a formar parte del “cosmos eterno” (en palabras del propio Strauss).

La transfiguración fue un tema recurrente en toda su obra; recordemos su Metamorfosis, obra para instrumentos de cuerda de 1944, y la inclusión del tema del “ideal” en la última de sus Cuatro últimas canciones (1948) titulada “Crepúsculo” sobre un poema del romántico alemán, pero “filoaustríaco”, Joseph von Eicherdorf. Incluso en su propia muerte fue importante, ya que antes de expirar dijo a su nuera: “esto es como yo lo compuse en Muerte y transfiguración7.

Este poema sinfónico se inserta en su primer ciclo sinfónico junto al ya citado Don Juan y Mácbeth, donde no se observa aún su defensa del individualismo neopagano de Nietzsche, tal como hizo en su segundo ciclo con obras como Así habló Zaratrusta, Don Quijote o Vida de héroe. No obstante, queremos apuntar que en 1872 (con prólogo de Wagner) escribió Nietzsche El nacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música. En dicha obra aparece el tema de la transfiguración a partir del cuadro homónimo de Rafael, donde aparecen dos mundos: el mundano, lleno de sufrimientos, y el celestial. Esto le llevaría a entender “por qué se necesita todo ese mundo de tormentos para presionar al individuo a crear la visión liberadora” 8. No sabemos si Strauss llegaría a utilizar a Nietzche, pero “liberacion” o “redención”, fue la palabra utilizada por Alexander Ritter en el poema que acompañaba al programa de mano en el estreno en 1890 de dicha obra, y que fue escrito a petición del propio Strauss. Es interesante señalar aquí que Strauss se consideró siempre un agnóstico total y falto de cualquier tipo de religiosidad. Quedémonos, por tanto, con ese concepto “transfiguración”, una idea que nos irá acercando al desenlace de esa relación en principio “imposible”.

Alexander Lernet-Holenia: el escritor con (aparentemente) pretensiones.

224709Ahora rescatado, Alexander Lernet-Holenia fue un prolífico autor en varios géneros, destacando sus novelas, especialmente las dedicadas al fin del imperio austro-húngaro, al cual se sentía sentimentalmente unido; él mismo llegaría a reivindicar unos pretendidos orígenes nobiliarios que lo emparentaban con los Habsburgo. Tras luchar muy joven en la I Guerra Mundial, comenzó una prometedora carrera como dramaturgo y poeta, que lo llevó a frecuentar el selecto círculo literario vienés de Zweig y Hofmannsthal, los cuales eran, a su vez, muy cercanos a Strauss.

En los años 30 comenzó a escribir novelas que llegaron a ser muy populares, destacando entre ellas El Estandarte (1934) y El Barón Bagge (1936). En los años 40 fue guionista para el cine de la Alemania nazi. A pesar de esto, y tras la guerra, siguió su carrera de éxitos con gran tirón popular (en España sus novelas se publicaron en la popular colección “Reno” de Plaza y Janés).

Un hecho que le unía a Strauss fue, tras un primer colaboracionismo con los nazis, su defenestración a manos de Goebbels, que intentó aniquilarlos como artistas públicos retirándolos “del mercado”. A Lernet por su novela crítica con el nazismo: Marte en Ares (1941) y a Strauss por hacer música “aria” junto a un judío, Zweig.

La novela: El Estandarte.

El Estandarte se publicó en 1934 y era una de esas “novelas ligeras” en la que malgastaba su talento, según su amigo Zweig (pero que le llenaban los bolsillos).

DIE_STANDARTE_BUCH_BERLIN_1934__790_smallEl programa de la novela nos es familiar. El ex-oficial de caballería austríaca Menis recuerda, en la Viena de postguerra, su infancia y sobre todo su juventud, cuando participó en el final de la Gran Guerra en Belgrado, en noviembre de 1918. Menis es presentado como un moribundo (en sentido espiritual), un “muerto viviente”, un “yonki” del impero que ve irrealizada en esta vida su “ideal”: el imperio. Éste se materializaba en el estandarte de su regimiento, al cual ha jurado lealtad hasta la muerte como el resto de los soldados imperiales.

El moribundo de Strauss reinventa el objeto de su vida en su lecho de muerte, lo mismo que Menis reinventa su imperio para transfigurarlo en un estandarte que, tras la muerte del Imperio, debe volver a su origen: el palacio imperial de Viena. Para alcanzar esta “sagrada” misión estará dispuesto a sacrificar a su amada y a él mismo.

Es interesante señalar que en la novela los verdaderos soldados (los “más valientes” como diría el poeta Walt Whitman) son los muertos, los que mantuvieron hasta el final el juramento de lealtad al emperador. Los “zombis” son los que sobreviven, los que no se han transfigurado en el aquel “ejército invisible” al que se referiría Elias Canetti.

Además de esto, aparecen en la novela escenas muy straussianas, como las aventuras galantes en la representación de Las bodas de Fígaro, que nos recuerdan a las que Hoffmannsthal escribió para El caballero de la Rosa. Sin embargo, lo que nos interesa son sus referencias al “ideal”, que es el tema central del libro. Así nos presenta el autor el objeto de deseo mítico, el estandarte:

“Con los destellos que salían de su punta manifestó su pretensión de ser una enseña del reino, soberana, imperial, sagrada… Los pliegues de su brocado todavía exhalaban el perfume solemne del incienso de las misas de campaña y procesiones, el aroma dulzón de la sangre de las victorias y el amargor de las guirnaldas de laureles.

Lentamente me acerqué al estandarte, pero era infinitamente difícil aproximársele, consentido como era; alargué las manos en su dirección como se hace, para no asustarlo, ante un animal noble y salvaje…pero mis manos estaban vacías, venía con la manos vacías, no podía llevarlo más a la cabeza de los maravillosos escuadrones, de los ejércitos blancos como la nieve, como todos mis antecesores; mis manos solo eran las de una alférez de un regimiento amotinado, de un fin de casta de una época sin gloria… Pero finalmente, sin embargo, toqué el brocado como si palpara los bucles de una novia, y también su contacto era suave como el pelo de niña; hoy era noche nupcial, pero yo no la celebré con aquella a quien había prometido ir, sino con esta enseña, más pura de lo que jamás había sido una mujer” 9.

Al final de la novela, cuando el héroe llega al fin a una Viena postheróica, el “ideal” parece transfigurarse cuando el depuesto emperador ordenó quemar las banderas imperiales, y entre ellas el “sagrado” estandarte:

“Las banderas se quemaban, los estandartes ardían, miré al fuego donde en medio de las llamas crepitantes se hundían las enseñas entre brasas sangrientas. Sin embargo, en el momento en que se hundían me pareció como si resucitaran… Luego el fuego volvió a replegarse sobre sí mismo, la visión desapareció, y solo unas cuantas llamitas aletearon aquí y allá en la cueva negra de la chimenea; al fin estas también se apagaron y no quedaron más que cenizas grises” 10

El ideal

Aunque separen más de cuarenta años a ambas obras, el clima cultural era el mismo para ambas, ya que la transfiguración era un tema fundamental para la generación de literatos y pensadores austríacos que vieron el final del Imperio austro-húngaro.

Siendo atrevidos, podemos decir que la música de Richard Strauss, es la música del fin del imperio habsbúrgico. Aunque era alemán, era el más “austríaco” de los músicos alemanes. Y esto no es porque compusiera el himno Austria en 1929 con letra del poeta, dramaturgo y director del Burgtheater de Viena, Anton Wildgans (otro “yonki del imperio”). Habría que destacar que Strauss le cambió el título germano de “Österreich” por el latino de “Austria”, más universalista, un elemento carácterístico del “ideal” o “mito habsbúrgico”. No obstante, tampoco podemos ir más allá ya que también Strauss compondría el himno de las Olimpiadas nazis de 1936.

Aunque no tenemos constancia directa de que Strauss fuero otro “yonki del imperio”, en cambio sí sabemos que se consideraba y era considerado en Viena como uno de los suyos, y no sólo en su periodo como codirector de la Ópera Estatal de Viena (1919-1924). La ciudad de Viena, capital cultural del mundo burgués según el historiador vienés Eric Hobsbawm, siempre acogió muy bien sus obras desde el estreno en Graz de su polémica Salomé (donde estaba en primera fila su amigo Mahler) hasta sus últimos conciertos en el Festival de Salzburgo (del que fue uno de los principales impulsores en los años 20) y Viena bajo las bombas aliadas en 1944. Allí fue a refugiarse en 1941 del acoso nazi tras su famoso comentario sobre Mozart y la raza aria 11. Viena le nombraría hijo honorario y le cedió un palacete en el Belvedere, que antes perteneció al Archiduque Francisco Fernando, a cambio del manuscrito original de El caballero de la Rosa, ya que los austriacos consideraron a esta ópera como parte de su patrimonio inmaterial.

Tras todo esto llega el momento de preguntarse ¿cuál es ese ideal del que hablamos? Ese ideal creemos que no es otro que el “mito habsbúrgico”. Sobre éste hay dos perspectivas: una más crítica y otra más apologética. El principal valedor de la primera es el escritor y pensador italiano Claudio Magris que en 1963 escribió una obra fundamental: El mito habsbúrgico en la literatura austríaca moderna. Así definía el “ideal” habsbúrgico:

“El mito habsbúrgico no es un simple proceso de transfiguración de lo real, propio de toda actividad poética, sino la completa sustitución de una realidad histórico-social por otra ficticia e ilusoria; es la sublimación de una sociedad concreta en el pintoresco, seguro y ordenado mundo de fábula” 12

Por otro lado, tenemos una visión más amable de dicho mito. Destaca la obra del norteamericano William M. Johnston El genio austro-húngaro, que en su título original de 1972 era The Austrian mind, el cual era más preciso que la traducción española. Allí defendía la originalidad del “ser austríaco”: tolerancia, ironía, independencia, creatividad, elegancia, su informalismo “encantador”. Aunque esto suponía un divorcio entre los deseos y la realidad (véase a Freud) y la defensa de un imperio caduco y burocratizado personificado el viejo emperador Francisco José. Un mundo éste que tan bien describió Robert Musil en su obra El hombre sin atributos. Un imperio que representaba el concepto tan querido por muchos de “Mitteleuropa” que unía lo germano y lo eslavo, y que sin duda, era un mundo mejor del que vendría: el Reich hitleriano.

¿Cómo podemos relacionar este mundo con Strauss y Lernet-Holenia? Pues la respuesta la tenemos en lo que llamamos la “conexión Hofmannsthal”. Éste era el elemento común a ambos. Compartía con ellos el ideal de fidelidad, un ideal tan querido a Strauss en muchas de sus óperas en el plano sentimental y matrimonial, pero que partía de una cosmovisión “hasbúrgica”, que, para Magris, es una característica básica del mito austríaco junto al de la transfiguración. Así, Hofmannsthal le decía a Strauss en una carta escrita durante el proceso creativo de la ópera Helena la egipciaca:

“La transfiguración es la vida de la vida misma. Todo aquel que desee vivir deberá superarse, transformarse a si mismo, tiene que olvidar y además, todo el mérito humano está ligado a la permanencia, la inolvidabilidad y la constancia” 13

Estas palabras pueden parecernos contradictorias, pero es que lo contradictorio forma parte de ese mito, de ese ideal austríaco como contradictoria es la música de Strauss; es lo que Johnston llama “nihilismo terapéutico” 14, donde se acierta en el diagnóstico pero no se aportan soluciones reales, algo que vemos tanto en la compleja música straussiana con en la populares novelas de Lernet-Holenia.

El mito, el ideal austríaco sigue actualmente presente en la cultura popular postburguesa. Pensemos en personajes tan icónicos como “Sissi emperatriz”, en el musical Sonrisas y lágrimas y en los valses de los Strauss (los otros Strauss) que cada 1 de enero, como un ritual, seguimos en el Concierto de Año Nuevo.

NOTAS

  1. El presente artículo procede de la comunicación homónima presentada en el XII Curso de Análisis Musical. Simposio “Música y Significado”, organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Cuenca entre el 28 y 30 de julio de 2014.
  2. LEPEMES, Wolf, La reducción de la cultura en la historia alemana, Madrid, Ed. Akal, 2008, pág. 8.
  3. GILLIAM, Bryan, Vida de Richard Strauss, Madrid, Ed. Cambridge,2002, pág.123
  4. Carta de Strauss a Zweig del 22 de abril de 1935 en STRAUSS, Richar y ZWEIG, Stefan, A Confidential Metter. The letters of Richard Strauss and Stefan Zweig 1931-1935, traducción de Max Knight, Los Angeles, Ed. Universidad de Califonia, 1977, pág. 78.
  5. FERNANDEZ DE LARRINOA, Rafael, “Richard Strauss (1864-1949). Una tragicomedia burguesa en dos actos”, Audio Clásica, nº 141, 2009, pág. 64.
  6. COPLAND, Aaron, Cómo escuchar la música, México, FCE, 1994, pág. 195
  7. DEL MAR, Norman, Richard Strauss. A critical commentary on his life and Works, vol. III Londres, Ed. Faber and Faber, 1986, pág. 471.
  8. NIETZSCHE, Friedrich, El nacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música, Madrid, Ed. Gredos, 2010, pág. 40.
  9. LERNET-HOLENIA, Alexander, El estandarte, Barcelona, Ed. Libros del Asteroide, 2013, pág. 209.
  10. Íbidem, pág. 330.
  11. «¿Cree usted que Mozart era consciente de pertenecer a la raza aria cuando componía su música? Sólo distingo entre dos tipos de personas: las que tienen talento y las que no lo tienen». La carta (a Zweig), interceptada por la Gestapo, llegó a las manos de Hitler, que lo forzó a dimitir. A partir de ahí no pudo librarse de un marcaje que terminaría por amargarle la vida.
  12. MAGRIS, Claudio, El mito habsbúrgico en la literatura austríaca moderna, México, Ed. UAM, 1998, pág. 32. La negrita es mía.
  13. GILLIAM, Bryan, op. cit., pág. 115. Al final de su novela Lernet-Holenia hace que su derrotado héroe se refugie en la fidelidad de su amada: “ Estaba esperando. Estaba allí como si me hubiera esperando siempre, como si supiera que yo volvería cuando todo lo demás hubiera terminado y que ella tenía que estar allí, pues ya no me quedaba nadie más que ella” (op. cit., pág. 331)
  14. JOHNSTON, William M., El genio austrohúngaro. Historia social e intelectual (1848-1938), Oviedo, Ed. KRK, 2009, pág. 43.

Ernst Jünger and Adam Scharrer: Two Global Views of the Great War

Nil Santiáñez
Saint Louis University

1. A Radical Comparison

The year 1930 saw the publication of two of the most perceptive works ever written on the Great War: the essay by Ernst Jünger «Die totale Mobilmachung» (Total Mobilization) and the autobiographic novel Vaterlandslose Gesellen: Das erste Kriegsbuch eines Arbeiters (Fellows without Fatherland: The First War Book Written by a Worker), by the communist leader Adam Scharrer. These two works appeared at the peak of the golden age of the literature on the First World War which ran approximately from the end of the 1920s to the early 1930s. Arnold Zweig’s Der Streit um Sergeanten Grischa (The Case of Sergeant Grischa) and Edmund Blunden’s Undertones of War came out in 1927; Ernst Glaeser’s Jahrgang 1902 (Class 1902) and Ludwig Renn’s Krieg (War) in 1928; and in 1929 Richard Aldington’s Death of a Hero, Erich Maria Remarque’s Im Westen nichts Neues (All Quiet on the Western Front), and Ernest Hemingway’s A Farewell to Arms. Siegfried Sassoon’s Memoirs of an Infantry Officer, Frederick Manning’s Her Privates We, and Edlef Köppen’s Heeresbericht (Official Communiqué) would be published in 1930, and two years later Louis-Ferdinand Céline’s masterful novel Voyage au bout de la nuit (Journey to the End of the Night) appeared. Finally–to mention one last classic on the Great War published during those years–Testament of Youth, Vera Brittain’s extraordinary memoir, saw the light of day in 1933. These books, which together with other works, constitute today the core of the canon of the literature on the Great War, were received with public applause and critical acclaim; some of them even became international bestsellers. The publication of «Die totale Mobilmachung» and Vaterlandslose Gesellen in 1930 was, therefore, a timely one.

GentesSinPatria_Scharrer-1It is true that neither text has been as widely read as the aforementioned books. Jünger’s «Die totale Mobilmachung» was collected together with essays by other authors in an anthology titled Krieg und Krieger (War and Warriors) edited by Jünger himself 1. Despite the fact that it was reviewed by none other than Walter Benjamin 2, Krieg und Krieger has not garnered much attention. The impact of «Die totale Mobilmachung» has been proportional, perhaps inevitably, to its length (twenty pages in the standing German edition of Ernst Jünger’s complete works) 3, and cannot withstand comparison with the reception of the author’s seminal masterpiece on the Great War, In Stahlgewittern (Storm of Steel) (1920). The fate of Vaterlandslose Gesellen has been much grimmer 4. At the time of its publication, Scharrer’s first novel was welcomed with interest, meriting an extremely favorable review by Ludwig Renn 5. In 1930 Vaterlandslose Gesellen was rendered into Spanish as Gentes sin patria (Madrid, Ulises) and the following year into French with the title Les Sans-Patrie (Paris, Gallimard). But the Nazi ban of the novel first, and later the ideological strictures of the Cold War, hindered the continuous appreciation of a novel that does not conceal its communism. The author’s life after the so-called Machtergreifung did not help either 6. In 1933 Scharrer went into exile, first to Czechoslovakia and one year later to the Soviet Union; he remained there until the end of the Second World War. Scharrer would return to Germany in May 1945, settling in Schwerin, where he worked as a cultural functionary. Adam Scharrer died unexpectedly in 1948, and his works, while well-regarded in the German Democratic Republic (in 1961 the Akademie der Künste undertook the multi-volume publication of Scharrer’s Gesammelte Werke or collected works), fell almost into oblivion in the Federal Republic of Germany–a silence that has persisted, with some exceptions, up to the present 7. This relative silence, however, does not reflect the real value of «Die totale Mobilmachung» and Vaterlandslose Gesellen, nor their originality vis-à-vis the books that do belong to the canon of the literature written apropos of the First World War.

On first inspection, the comparison of these two works is certainly counterintuitive. «Die totale Mobilmachung» was written by a radical nationalist whose ideology in the 1920s and early 1930s could be perfectly characterized as philo-fascist. Works such as Der Kampf als inneres Erlebnis (Combat as Inner Experience) (1922) and Der Arbeiter (The Worker) (1932) bear witness to Jünger’s affinities with fascism. In sharp contrast with «Die totale Mobilmachung,» Vaterlandslose Gesellen was authored by a member of the Spartacus League and the Communist Workers’ Party of Germany (KAPD), in which Scharrer played a leading role during the stormy years of the Weimar Republic 8. Born to an upper-middle-class family, Ernst Jünger, the refined, somewhat aloof author of books that exalted war, violence, and the figure of the warrior (i.e., In Stahlgewittern, Der Kampf als inneres Erlebnis, Sturm [Attack] [1923], Feuer und Blut [Fire and Blood] [1925], and Das Wäldchen 125 [Forest 125] [1925]), had little in common with Adam Scharrer, a trained metalworker from very humble origins who, before turning to writing, had worked as a turner, an assembly operator, a copy-editor, and an employee of the KAPD’s Berlin bookshop of workers’ literature. The subtitle of Vaterlandslose Gesellen, «Das erste Kriegsbuch eines Arbeiters,» condenses this information on the author’s social status and activities. The novels that Scharrer would write in the 1930s following Vaterlandslose Gesellen, devoted to exploring the problems of the urban proletariat (i.e., Der große Betrug [The Great Deceit] [1931], Familie Schumann: Ein Berliner Roman [The Schumanns: A Berlin Novel] [1939]) and the German peasantry (i.e., Maulwürfe [Moles] [1933]), bear no resemblance whatsoever to Jünger’s novelistic production from the same period, namely an autobiographic Bildungsroman titled Afrikanische Spiele (African Diversions) (1936) and the memorable dystopia Auf den Marmorklippen (On the Marble Cliffs) (1939). If Hans Fallada has been said to be the novelist of the salaried employee or Angestellter (Kleiner Mann, was nun? [Little Man, What Now?] [1932] is perhaps the best known instance of Fallada’s profound and sustained interest for that sector of the German population), Adam Scharrer may be described as the novelist of the German proletariat. Finally, as far as I know, Jünger and Scharrer never met, and even if they did, their respective personal backgrounds, political inclinations, and literary tastes would hardly have been conducive to creating a friendly atmosphere.

Having said this, the truth is that the undeniable differences between Jünger and Scharrer make all the more striking–and therefore worthy of examination–their points of overlap. In a seeming paradox, the contrasts between Jünger and Scharrer heighten the insightfulness of their interpretations of the First World War. By placing these two authors in counterpoint, by deploying, in short, a radical comparison, my purpose is to highlight, analyze, and vindicate two global readings of the Great War that reveal the connections between the Great War and its aftershocks on the one hand, and our own times on the other. Despite the relatively little interest generated by «Die totale Mobilmachung» and the silence that still surrounds Vaterlandslose Gesellen, I contend that these two works ought to be added to the literary canon on the Great War. As I hope to demonstrate, they offer new venues for the understanding not only of that military conflict, but also of its significance and long-ranging consequences. Unlike many books from the standing literary canon, «Die totale Mobilmachung» and Vaterlandslose Gesellen consider the First World War in connection with revolutionary social processes, depicting the war as a manifestation of globalizing forces that, one way or another, undermined the spatial order built around the nation-state. From very different intellectual perspectives and with almost opposite political agendas, both Jünger and Scharrer saw the Great War as the dawn of a new politico-spatial order that transcended and superseded the striation of the world into nation-states. Remarkably, the terms employed by both authors to portray this new order are reminiscent of some contemporary descriptions of our age of globalization. This dialogue with the present makes the reading of these two works a fascinating, revealing experience, bringing the Great War closer to our own historical horizon.

2. Total Mobilization

«Die totale Mobilmachung» is a transitional text in the oeuvre of Ernst Jünger 9. On the one hand, it articulates basic ideas and themes present in the works on the Great War that Jünger had published in the preceding years, such as the notion that the Great War constituted a transvaluator of all values, an epoch-changing event, the key for understanding the present; in Jünger’s view, the war meant the end of bourgeois society and the emergence of a «new man.» On the other hand, «Die totale Mobilmachung» sketches a theory that the author would fully develop in Der Arbeiter: I am referring, of course, to Jünger’s belief that war and its aftermath were the dawn of the age of the worker. This overlapping of themes and ideas is an index of the essay’s importance for the understanding of Jünger’s thinking and writing from 1920 to 1932. But aside from the function of the essay within Jünger’s oeuvre, what really makes this essay interesting for the contemporary reader is the main notion herein developed: total mobilization 10.

guerretotaleIt would be a mistake to think that total mobilization is another expression for total war. The latter concept was first developed, if a bit confusedly, by Léon Daudet in his book La Guerre totale (Total War) (1918). By total war, Daudet understands «the expansion of fighting . . . into politics, economics, trade, industry, intellectual life, law, and the world of finance.» 11 Not only do the armies fight each other, argues Daudet, but so too do «traditions, institutions, customs, codes, intellects, and specially, the banks.» 12 Unfortunately, Daudet does not draw the full consequences of his theory. Instead of concluding, as some military theorists and historians would do years later, that the main countries involved in the Great War carried out a total war, for partisan propagandistic reasons he attributes the practice of total war to Germany alone 13. Erich Ludendorff’s «classic» account of total war in his book Der totale Krieg (Total War) (1935) would be much more consistent. While there are points of overlap between total mobilization and total war, the differences between the two concepts are important and decisive. Unlike total war, total mobilization refers to a phenomenon that applies to both military conflicts and the functioning of society in times of peace.

To begin with, Jünger points out what everybody knew in 1930: that the times are long gone in which it sufficed to muster a one-hundred-thousand-man army under professional leadership to wage war. What Jünger calls «partial mobilization» belongs to the essence of monarchy (p. 125). Throughout the nineteenth century the «spirit of progress» penetrated the «genius of war» (pp. 123, 125-26). Monarchy «oversteps its bounds» (pp. 125-26) as soon as it has to include the forces of democracy–basically, but not only, the people–in preparing for a war. This is something that Clausewitz had argued clearly in Vom Kriege (On War) (1832-34): after the French Revolution, wars will not be fought for the crown, but for the nation, they will be the affaire of all the citizens of a country–a fact that would radically transform the way of waging war 14. Jünger echoes this idea (p. 126) to conclude that «the image of war as armed conflict merges into the more extended image of a gigantic labor process» (p. 126). Thus, in addition to the armies that clash on the battlefield, there are the «modern armies of commerce and transport, foodstuffs, the manufacture of armaments–the army of labor in general» (p. 126). This phenomenon, which, according to Jünger, was not discernible at the beginning of the war, could be perfectly detected towards its end, when there was «no longer any movement whatsoever–not even that of the homeworker at her sewing machine—without at least some indirect use to the battlefield» (p. 126). Jünger sees «In this unlimited marshaling of potential energies . . . the most striking sign of the dawn of the age of labor,» which makes the First World War «a historical event superior in significance to the French Revolution» (p. 126).

The key factor of this «age of labor» is total mobilization. After verifying that «fitting one’s sword-arm» no longer suffices when countries have at their disposal such an enormous proportion of energies–energies much stronger in industrial democracies than in monarchic countries–, Jünger concludes that the carrying out of the mobilization befitting those energies is the task of total mobilization. This phenomenon is described, symptomatically, as if it were the industrial output of a gigantic machine: total mobilization is «an act which, as if through a single grasp of the control panel, conveys the extensively branched and densely veined power supply of modern life towards the greater current of martial energy» (pp. 126-27). This process, which according to Jünger was not visible in 1914, intensified as the conflict went on. Among the elements of total mobilization mentioned by Jünger stand out the planned management of foodstuffs and raw materials, the national guard duty, the arming of merchant vessels, and above all, two complementary, almost overarching, dimensions of total mobilization: the transposition of industrial conditions to military circumstances and the struggle conducted by the leadership of the German armed forces to merge military and political command (p. 127).

Now, the synergy between combat operations and the civilians’ work on the home front, between, as he says later, «the general staff and industry» (p. 127), which meant the total mobilization of the energies of the countries at arms, did not halt once the war was over. This is the phenomenon that truly indicates, in Jünger’s view, the epochal relevance of the Great War, that is to say, its decisive transforming character. His remarks on this matter constitute some of the most original insights of «Die totale Mobilmachung.» In the postwar period, Jünger writes, «many countries tailor new methods of armament to the patter on total mobilization» (p. 127). Ultimately, what this amounts to is nothing less than the militarization of life and work in theoretically democratic countries; such militarization entails the erosion of democracy and the curtailment of individual freedom. In a prescient observation that echoes in our present times, in which the so-called global war on terror has limited individual freedoms and has eroded democratic life in countries like the United States, Jünger argues that this «assault,» whose aim is none other than to «deny the existence of anything that is not the state,» took place in the Soviet Union and Italy first, and later on in Germany (p. 127). In yet another prophetic observation, he remarks that there will come a time in which «all countries with global aspirations [Weltansprüche] must take up the process in order to sustain the release of new forms of power» (p. 127). This side of total mobilization would be more visible after the Second World War, when the global imperial ambitions of the United States and the Soviet Union knew no bounds. Jünger refrains, however, from elaborating his predictions, and prefers to describe the essence of total mobilization. He sees it permeating the daily activities of the modern man. Thus modern life, «with its inexorability and merciless discipline,» its commerce, its machines, and its urban areas, is the result of total mobilization. With a «pleasure-tinged horror»–and thus with a mixed emotion akin to the one he had manifested in Der Kampf als inneres Erlebnis with respect to the «war of materiel» (Materialkrieg) fought in the First World War–Jünger asserts that in the world that emerged after the Great War «not a single atom is not in motion» (p. 128). Everybody is profoundly involved in this «raging process» (p. 128). Total mobilization, Jünger concludes in an important passage, consummates itself: in war as well as in peace, «it expresses the secret and inexorable claim to which our life in the age of masses and machines subjects us. It thus turns out that each individual life becomes, ever more unambiguously, the life of a worker; and that, following the wars of knights, kings, and citizens, we now have wars of workers» (p. 128). The Great War has offered a foreboding of both the rational structure and mercilessness of this sort of war (p. 128).

The technical side of total mobilization is not, however, decisive. «Its basis–like that of all technology–lies deeper. We shall address it here as the readiness for mobilization. This readiness was present everywhere: the World War was one of the most popular wars known to history» (p. 129). The readiness for mobilization is far more extended in liberal democracies than in monarchies. Progress, «nineteenth century’s popular Church» (p. 129), was, according to Jünger, the source of the Great War’s «effective appeal to the great masses . . . This appeal alone accounts for the decisive aspect of their total mobilization . . . Shirking the war was all the less possible in proportion to the degree of their conviction» (pp. 129-30). Moreover, «the progressive system’s unexpected powers of resistance, even in a situation of great weakness, are striking» (p. 130). This explains in part the fact that, in the end, the United States turned out to be the real victorious nation to emerge from the war: «in the United States with its democratic constitution, mobilization could be executed with a rigor that was impossible in Prussia, where the right to vote was based on class» (p. 130). The course of war was decided «not by the degree to which a state was a ‘military state,’ but by the degree to which it was capable of total mobilization» (p. 130), and thus the liberal democracies, particularly the United States, had a great advantage over Germany, where «despite all the care with which it undertook partial mobilization, large areas of its strength escaped total mobilization» (pp. 130-31).

In sum: total mobilization–conceived of in part as a «mode of organizational thinking»–is nothing more than «an intimation of that higher mobilization that the age is discharging upon us. Characteristic of this latter type of mobilization is an inner lawfulness, to which human laws must correspond in order to be effective» (p. 134). Jünger explains this point by discussing the fact that «during war forces can emerge that are directed against war itself» (p. 134). This is an issue treated at much greater length by Adam Scharrer in Vaterlandslose Gesellen, a novel that pays attention to the anti-war movement in Germany as well as the November Revolution. Jünger’s language is more abstract and takes for granted that the reader knows what the author is talking about. Jünger elaborates ideas novelized by Scharrer; bearing in mind the German case, he says: «Total mobilization shifts its sphere of operations, but not its meaning, when it begins to set in motion, instead of the armies of war, the masses in a civil war. The conflict now invades spheres that are off limits to the commands of military mobilization. It is as if the forces that could not be marshaled for the war now demanded their role in the bloody engagement» (p. 134). The conclusion drawn by Jünger is perfectly logical: «the more unified and profound the war’s capacity to summon, from the outset, all possible forces for its cause, the surer and more imperturbable its course will be » (p. 134).

The two concluding sections of «Die totale Mobilmachung» are very interesting and, as we will see, can be extrapolated to Adam Scharrer’s first novel. In these sections, Jünger reviews the international political arena. He sees the dilution of patriotism through a new kind of nationalism. «In Fascism, Bolshevism, Americanism, Zionism, in the movements of colored peoples, progress has made advances that until recently would have seemed unthinkable» (p. 137). This progress disregards freedom and sociability, and «it is starting to rule nations in ways not very different from those of an absolute regime» (p. 137). At the same time, «esteem for quantity [Massen] is increasing: quantity of assent, quantity of public opinion has become the decisive factor in politics. Socialism and nationalism in particular are the two great milestones between which progress pulverizes what is left of the old world, and eventually itself» (p. 138). And he writes: «Today everywhere the reality of each side’s identity is becoming more and more apparent; even the dream of freedom is disappearing, as if in the iron grasp of pliers. The movements of uniformly molded masses, trapped in the snare set by the world-spirit, comprise a great and tearful spectacle. Each of these movements leads to a sharper, more merciless grasp» (p. 138), ominously adding, «Happy is he alone who steps armed into these spaces» (p. 138). The pessimism of the assessment is clear. But what stands out from these last comments is Jünger’s consideration of total mobilization as a phenomenon that expands throughout the world after the Great War, as well as his negative evaluation of the consequences that a total mobilization–born out, let us not forget, in connection with the military–has for democracy and individual freedoms. In the first conclusion, total mobilization is characterized as a globalizing force. In the second, this force is seen as having a negative impact on the functioning of liberal democracies.

3. War Writing and Transnational Class Warfare

vaterlandsloseIn Vaterlandslose Gesellen Adam Scharrer creates a fictional universe articulated by total mobilization 15. While the author’s ideology and poetics ultimately built upon historical materialism, the novel can be read as a fictionalization of the total mobilization theorized by Ernst Jünger. «Die totale Mobilmachung» and Vaterlandslose Gesellen are related in a sort of symbiotic fashion: Jünger’s essay puts forth a theory of total mobilization and Scharrer’s novel displays a «possible world» moved by and organized around it. The former looks at its laws, as it were, from the outside; the latter uncovers some of its inner workings.

Scharrer depicts total mobilization in the framework of two interrelated situations. In the first situation, total mobilization sets off and articulates the synergy between the military activities proper and the population’s participation in the war effort through work in factories. In the second, Scharrer’s novel portrays total mobilization in the context of a violent, warlike conflict between the German proletariat and the political status quo, namely the government and the owners of the means of production. The novel shows the links that connect the two wars and their underlying total mobilization, reflecting a relationship remarked upon also by Ernst Jünger who wrote: «These two phenomena, world war and world revolution, are much more closely related than a first glance would indicate. They are two sides of an event of cosmic significance, whose outbreak and origins are interdependent in numerous respects.» 16 In Vaterlandslose Gesellen the first of the two wars presupposes a world striated into nation-states grouped within opposing politico-military alliances; the military conflict consists of the confrontation between nations: it is therefore an international issue. In contrast, the second war described in the novel is predicated on a world where national boundaries have partially lost their usual meaning; as recounted by Scharrer, class warfare transcends national boundaries, and the relations among workers from different countries take place within a space that is not properly international, since they do not follow the logic of the nation, but that of class interest. Moreover, their problems stem not from the state, but rather from a transnational entity–capitalism. For this reason, class warfare has to be considered as a transnational war.

In the context of the novel’s ideological parameters, one war cannot be understood without the other; they supplement each other partly because both originate in the same phenomena–total mobilization and the inner contradictions of capitalism. As if to underscore this point, the story told in Vaterlandslose Gesellen starts in the early weeks of the Great War and ends with the outbreak of the November Revolution in Germany. This structure presents the working class’ revolutionary aims from a utopian point of view. Whereas at the beginning the workers are bound by their own leaders’ support for the war and the military mobilization, at the end they are shown on the offensive, taking over Berlin and momentarily bringing about a proletarian revolution. Revolutionary total mobilization replaces the total mobilization deployed apropos of the military conflict. In more general terms, the overlapping of the two wars creates a complex, almost self-contradictory space. On the one hand, it is a space striated into nation-states. On the other, it carries within itself its own transcendence, that is to say, the conditions for its potential implosion because the transnational total mobilization narrated in the novel aims ultimately at the superseding of the nation-state; it aims, to put it differently, at the revolutionary creation of a utopian global politico-spatial order.

Based on the author’s own life, Vaterlandslose Gesellen tells the vicissitudes of Hans Betzoldt, a turner and socialist sympathizer, from the beginning of the war to the November Revolution. Jobless, disappointed with the Social Democratic Party of Germany (SPD) for its support of the war, reluctant on political grounds to become a soldier, Betzoldt initially refuses to do his duty and submit to conscription; he even assumes for a while a false identity in order to avoid serving in the military; in the end, however, the social pressure is too strong, and he ends up reclaiming his real identity and submitting to conscription. After his induction and training, Betzoldt is sent first to the Western front as an infantryman (chapters 6-8), and later to the Eastern front, this time as an artilleryman (chapters 11-12, 14-18, 20-21). On several occasions Betzoldt is commissioned to work in munitions factories (chapters 10 and 12). At the end, through the influence of an acquaintance of his, he is exempted from the army and is told to go to Berlin to work in a munitions factory (chapters 21-27). A class-conscious worker, Betzoldt will participate in the activities of the Workers’ Councils and in the strikes and demonstrations of January and November 1918 (chapters 24-27) 17.

A soldier and a worker, Hans Betzoldt plays the role of what Michel de Certeau has called a bridge 18. He connects spaces (the home front, the front), places (small towns at the front, Hamburg, Essen, Berlin), institutions (the army, industry), actions and events (war service at the front, work in munitions factories, meetings with the Workers’ Councils, representation of workers as a shop steward, participation in strikes and demonstrations in Berlin). Scharrer skillfully intertwines individual destiny and collective history by immersing the main character in the political struggles of his time. Not only do his socialist, pro-Spartacus League ideas place him at the center of class warfare. In addition, his unnegotiable sense of justice, his humble family background, and most especially, his rebellious nature (he confronts his officers on several occasions [e.g., pp. 44, 106-7, 118-20, 136-37, 144-46]) motivate Betzoldt’s active participation in class warfare.

The novel alternates the description of front-line scenes with the portrayal of the worsening conditions on the home front. As an instance of war writing, Vaterlandslose Gesellen articulates the usual topoi of the genre as it was practiced by many authors who wrote on the Great War. These topoi acquire a new light thanks to the original point of view taken up by the novelist–a point of view suggested in the very subtitle: the novel is «the first war book written by a worker»; Scharrer’s novel focuses on the proletariat, and its ideological standpoint is markedly pro-communist. The novel contains combat scenes, but they are not many and do not depict warfare with the detail and crudeness of, say, Henri Barbusse’s Le Feu (Under fire) (1916), Roland Dorgelès’ Les Croix de bois (Wooden Crosses) (1919), Erich Maria Remarque’s Im Westen nichts Neues or Edlef Köppen’s Heeresbericht. Like so many narratives on the First World War, Vaterlandslose Gesellen centers on the tribulations and suffering of the rank and file: suffering in the garrison when receiving basic military training, suffering because of unjust treatment by officers, suffering due to endless and seemingly senseless marches, suffering caused by combat, suffering on account of all the lies told by military propaganda and journalists, suffering, finally, when confronted again with a civilian life to which the war-time veteran adapts only with difficulty–if at all. Furthermore, Vaterlandslose Gesellen has an intertextual dialogue with other war novels on the Great War. Thus the scenes of endless marching on the Eastern front (pp. 101-3) are intertextually related to a similar passage in Barbusse’s Le Feu 19. The episodes in which Betzoldt feels alienated in Hamburg while on furlough (pp. 80-83, 107-8) recall–to point out one last intertextual dialogue–the passage from Remarque’s Im Westen nichts Neues in which the narrator recounts a visit to his family during a leave 20.

Now, although this is a war novel, war and the army are treated within a larger socio-political context, and they do not receive as much attention as they get in, say, Jünger’s In Stahlgewittern, Arnold Zweig’s Der Streit um Sergeanten Grischa, Ludwig Renn’s Krieg or Frederick Manning’s Her Privates We. In this sense Vaterlandslose Gesellen is more akin to Ford Madox Ford’s tetralogy Parade’s End (1924-28), with one big, essential difference: whereas Ford’s novels–particularly Some Do Not… (1924) and The Last Post (1928)–situate the war within the context of the British upper class, placing much attention on interpersonal relationships and psychological factors by means of modernist literary techniques, Vaterlandslose Gesellen focuses on the war and its connection to the urban German proletariat through the lens of realism–a realism that gives more prominence to social, historical, and political issues than to the psychological constitution and development of the characters.

Scharrer is not interested in fictionalizing the war as a discrete entity. In fact, his novel demonstrates the impossibility of understanding war without considering other factors. Specifically, Vaterlandslose Gesellen brings to the fore the close relation between the Great War and class warfare. Betzoldt and other characters explicitly elaborate, in dialogues and in reproduced or reported speeches, the idea that the military conflict cannot be understood without taking into consideration capitalism and class struggle. Betzoldt says as much early in the novel:

I see how the mass of capital owned by the great capitalists and banking groups moves abroad. I see railroads, streets, irrigation plants, gold mines, and mining plants grow out of this money. I see . . . armies that emerge in order to protect grifted wealth and to pin down and exploit the proletarians. I see that capitalism must carry this criminal policy to the extreme because the greed for profit drives it throughout the world, and now the fight between predators has broken out. (p. 52) 21

A minor character in one of the workers’ meetings narrated in the novel promotes a similar notion. Wearing a soldier’s uniform, he speaks of the German capitalists’ demands «to annex Belgium and France, to expropriate the French heavy industry,» and he mentions their «demands for the expansion of the Eastern borders» and their «call for new colonies»; neither of this «is related to the ‘defense of the fatherland’, it has to do with capitalistic interests that aim at controlling other peoples and the violent oppression of foreign territories» (p. 110). As another character states in a Marxist rephrasing of Clausewitz’s celebrated definition of war, «war is nothing else than the continuation of capitalistic policies with other means!» (p. 189).

Class struggle itself is portrayed as a violent, warlike conflict. At the end of his evocation of his childhood and early youth, the narrator is at pains to reaffirm his class solidarity with all workers, and he does so by using a vocabulary in part drawn from the language of war: since the death of his father thirteen years have elapsed, writes Betzoldt, and what came then was «the fight against the unpalatable proletarian life» (p. 14). He has «fought hard» (p. 14) and, he adds, «I have not escaped from being stigmatized because I fought with other likeminded people so that those who lack rights throughout the world could join their voices, on May Day, into one single cry of unity to the whole world» (p. 14). Again using an image borrowed from the language of war, Betzoldt explains in chapter 25 that a «great army of workers» (p. 238) is ready to take part in the munitions workers’ strike and demonstration planned for January 1918. At the end of that chapter the narrator employs the same expression to refer to the workers who participated in the strike in Berlin: they constituted a «great army» (p. 253).

The scenes of urban warfare narrated in the closing chapters of Vaterlandslose Gesellen demonstrate that the expression class warfare has a literal, more ominous meaning than the usual one. At the end of the novel, which covers a temporal frame that goes from January to November 1918, the front has been transferred to civilian space. Betzdolt has been recalled to Berlin, away from the war. In principle, this means that he will be safe. But being in Berlin does not exempt him from fighting. Quite the opposite: Betzoldt has been removed from a rather quiet front (on 15 December 1917 Russia and the Central Powers announced an armistice, and on 3 March 1918 the two delegations signed at Brest-Litovsk a peace treaty) and sent to a place that has become a potentially dangerous battlefield. In fact, there is more dramatic tension and a far stronger sense of danger in these last chapters than in those devoted to narrating life at the front. Scharrer narrates two main urban clashes between the police and the «great army» made up by workers: a strike and demonstration in Berlin in January 1918 (chapter 25) and the November Revolution in that city (chapter 27).

The clashes between workers and the police during the strike of munitions workers in January 1918 are narrated in detail. Initially the workers, after peacefully marching through the streets of Berlin, come across menacing detachments of heavily armed troops (p. 241). Workers and troops are face to face, ready to fight each other. «The front of the mounted Blue uniforms,» writes the narrator, «forms to attack, the swords are drawn, the holsters are open. But the crowds remain silent, with scorn drawn on their faces» (p. 242). This tense quiet, however, doesn’t last long. At some point, «the Blue ones» begin the attack on the workers: «‘The Blue ones!’ The shout propagated like an alert. Sharp shots cracked from below. Then the uniforms of a patrol showed up at the double; they came across the whole street and the sidewalk. They shot on the long, straight avenue. . . . Everybody vanished into the houses» (p. 244). Betzoldt takes cover in a building, from which he sees how «The defenders of the fatherland, who were shooting, ran forward as if on the attack» (p. 244). The ironic insistence on calling the police «defenders of the fatherland» (Vaterlandsverteidiger) places them in opposition to the «fellows without fatherland» (vaterlandslose Gesellen) in a binary structure that deconstructs its terms, for the «defenders of the fatherland» attack fellow citizens, and therefore they do not behave as true defenders of the country. Even when the workers are not a threat, police detachments patrol the city, thereby making Berlin a sort of occupied city (p. 250).

In the last chapter the narrator recounts the November Revolution in Germany as if it were a war of conquest. «The avalanche rolls,» states Betzoldt somewhat elated, «in Kiel the first stone loosens. Under the seamen flickers the flame of rebellion. Factories open up. The workers from Kiel show solidarity with the seamen. The agitation sets in again. The mounted police form to attack. The Blue ones shoulder their carbines again» (p. 269). And he states shortly afterwards: «But now Spartacus forms the masses to attack» (p. 269). When Betzoldt arrives into the city, he confirms, employing military language, that «Berlin hasn’t fallen yet» (p. 271). The strike and demonstration start shortly after Betzoldt’s arrival. Strategies characteristic of war writing are deployed to narrate this instance of urban warfare: «In the Humboldthain stand the workers from the Schwartzkopff Works. Thousands. We march on. Our next objective is the AEG, on the Voltastraße. Here women predominate. In front of the demonstrating people go armed workers and soldiers» (pp. 272-73). It is a triumphal march that not even the soldiers garrisoned in Berlin dare to stop. «Those who are armed don’t yield. They run for cover with weapons with the safety catch released» (p. 274). The narrator recounts that «Doors slam. The ones who are armed climb over the gateways. The garrison is seized in no time. The guards surrender their weapons. Officers are disarmed; their insignia are taken off» (p. 274). After marching through the city, the workers conquer the urban space and put a red flag on the City Palace (Schloß)–an episode narrated, once again, as if it were a military conquest:

A crowd forms in Unter den Linden. The masses swarm from the Brandenburg Gate to the City Palace. From the City Palace back to the former Torwache. Here, where just yesterday stood the soldiers from the 1st Guards regiment, now stand armed workers and soldiers with red cockades. We march back to the City Palace. . . . The battalions of workers are victorious also in the west and in the south. All of Berlin has joined up. The mass of millions of workers has suppressed the last resistance. Everything is in our hands. From the side streets comes a song. ‘Red is the cloth that we uncoil!’ Karl Liebknecht speaks. Over the City Palace flies the red flag. (p. 275)

It must be added that this is not the first time that the rearguard acquires the aspect of the front. Earlier in the novel the narrator had already compared both spaces, noticing significant resemblances between the two of them. Thus, referring to the men and women who work in factories, Betzoldt writes: «The ten thousand that every morning and every evening stream in and out the factory gates by the dozens–this is the war’s civilian countenance. The ghost of the trenches follows them day and night. They are marked by hunger. They all go–so it seems to me–as if they carried an onerous burden. They live in crowded holes, their gaze is dark like the color of the walls. It lies on their faces like coal dust. They go silent, once in a while someone grumbles, but in such a way that no unauthorized person can hear it» (p. 91). All these workers are depicted by the narrator as inhabitants of occupied places (p. 92). This last constituent of the workplace is further reinforced when the government militarizes the factories, a measure that transforms the home front into an extension of the front, in the sense that both spaces are now controlled by the army (pp. 109, 249). In short: there is a war of sorts taking place on the home front; as Betzoldt himself puts it, «also here there is plenty of war» (p. 214).

Class warfare in Germany is considered, however, not in isolation, but as part of the international workers’ movement, whose very nature both questions and transcends the boundaries of the modern nation-state. In their essence, both capitalism and class warfare exceed the limits of the state, they are transnational phenomena. As in similar cases, Hans Betzoldt functions as the bridge between national class warfare and the transnational socialist movement. Being a soldier, he meets workers from other countries. In most if not all instances in which he encounters them, class solidarity and ideological affinities predominate over the animosity expected among people whose countries are at war.

The first instance of transnational class solidarity and ideological affinities can be found in the passage from chapter 8 that recounts Betzoldt’s convalescence in a military hospital in France. One day the French woman who went daily to clean the floor of the big room overheard a discussion among the recovering soldiers about who is to blame for the outbreak of the war. And then something happened that left a deep impression on Betzoldt: the French woman left what she was doing and said in broken German: «International capitalism is the culprit! The International of workers is kaput! All traitors, in Allemagne there is only one who is not: Liebknecht!» (p. 73). After this intervention, she resumes her work while quietly crying. Moved, hardly able to contain his own tears, Betzoldt shakes her hand (p. 73). The following chapter contains a similar scene. Betzoldt and other comrades are looking for a place to spend the night, and after a while they find a house in a small Polish town. Climbing up the stairs, Betzoldt notices that on the walls there are pictures of Jewish Zionists and, next to them, an image of Karl Marx. «We point at the pictures,» writes Betzoldt, «and want to ask if we are staying with comrades. They don’t seem to understand completely. ‘A great man!’ says the old woman and she points at the image of Karl Marx. We confirm lively, and they understand who we are» (p. 98). As in the episode of the French woman, on this occasion there is the tacit mutual recognition, on the part of Betzoldt and the Polish peasant, of belonging to the same social class, of sharing the same class interests and even the same socialist ideology.

These episodes are far from isolated, minor episodes in the novel. The novel inserts more of them, and it even provides a climactic summary in one of the final chapters. During his sojourn in Warsaw, where he is receiving additional training as artilleryman, Betzoldt goes out of his way to meet local workers. By his own avowal, he would like to establish contact with Polish workers in order to explain to them the growing opposition among the German workers against the war and the government, and also because Betzoldt believes that the problems endured by the German proletariat are the same everywhere (pp. 157-58). Through a fellow local turner, he is invited to participate in a small meeting of Polish workers (pp. 158-60). There Betzoldt reports on the revolutionary movement in Germany, the divisions among the social democrats, and the poverty and hunger endured by many Germans (p. 158); he concludes, crucially: «Occupied territory: this is the predicament of the proletariat in all countries. The enemy is in their own country!» (158-59). Initially, the Polish workers’ response is one of skepticism; they remark that the far-from-friendly behavior of many German soldiers with respect to the local population has made their lives difficult, in the process stirring a potentially problematic nationalist movement in Poland (p. 159). Betzoldt decides then to change strategy, and starts to talk about his own experiences. After listening to Betzoldt’s story with interest, one of them summarizes what they all felt: «Exactly like us» (p. 159). They all realize that the predicament of the German proletariat and of the Polish workers is the same, and so is the enemy–capitalism. As in the episode of the French woman, they shake hands and part on friendly terms (p. 160). The last sentence of the dialogue, which is also the end of the chapter, sums up the transnational dimension of the class struggle: the Polish worker who invited Betzoldt to the meeting asks him to please «give our regards to the comrades in Germany!» (p. 160).

The significance of all these episodes is highlighted in a passage from chapter 24. In a meeting of workers, Hans Betzoldt takes the floor and talks in terms that clearly imply the constitutive transnationality of class warfare. As he speaks, he is addressing not only the people attending the meeting, but also the workers whom he has met abroad:

I see in front of me the defeated hoarders, I see the faces of the Polish workers. I see the comrades from my battery, I see Sophie, I see the French proletarian woman, I see the old Polish lady. I see mankind covered in scratches and their enemies . . . I start to speak, to speak to all of them. Way in the back, it seems to me, I see Karl Liebknecht . . . I speak to them all. (p. 227)

This episode constitutes, therefore, the climax of Betzoldt’s encounters with foreign workers. As Betzoldt himself had claimed earlier, international solidarity is a precondition for bringing about an end to war and ultimately to capitalism: «I see that only the international proletariat can annihilate this Hydra, that only upon the international solidarity of the proletarians can mankind arise from the infamy of this criminal murderous frenzy» (p. 52). To keep the movement at the national level won’t change much. Revolution must take place on an international scale. This is precisely one of the main points debated in a meeting of workers recounted in chapter 20 (see especially p. 191). The transnational dimension of the worker’s movement (that is, of revolutionary total mobilization) is further emphasized through the workers’ demonstration in Berlin in January 1918, which is explicitly understood as the beginning of a movement that will spread beyond Germany’s boundaries (p. 241).

The very title of the novel conveys the notion that class warfare is a transnational phenomenon. The now old-fashioned German expression vaterlandslose Gesellen or «fellows without fatherland» was coined at the end of the nineteenth century to refer in a derogatory manner to communists, socialists, and social democrats. Under the premise that they prioritized the working class’ interests within an international context over the country’s specific concerns and objectives, those groups were considered by conservative sectors of German society as unpatriotic; they were nothing other than «fellows without fatherland.» Later in the twentieth century the expression would also be used to label–among other groups–the Jewish people. Adam Scharrer employs it in a descriptive fashion; all the negative connotations have been lifted: vaterlandslose Gesellen simply applies to the urban working class. The proud, self-assured adoption of an expression originally coined to demean segments of the population borders, of course, on provocation, but it has to be seen as part of the strategies deployed throughout the novel to demonstrate the transnationality of the working class’ struggle against its oppressors.

At the time of its publication, any reader of German would understand the connotations of the title. From the cover of the novel Scharrer wanted to leave no doubt whatsoever as to the identity of the true protagonist of the novel: a politically class-conscious socialist collective of workers whose aims ultimately undermine the boundaries of the German nation. In the novel it appears only once. Since the expression is the title of the narrative and was well known by the reading public, there was no need to employ it more often. On chapter 7 the narrator uses the expression to differentiate the class-conscious urban proletariat from the peasantry. The passage is interesting because it reaffirms the fact that «vaterlandslose Gesellen» are those workers who are aware of their class predicament as well as its political solutions. On the Western front, Hans Betzoldt befriends a peasant named Döring. Despite sharing important characteristics with the urban workers (e.g., low wages), despite being, like those workers, exploited by his bosses, Döring does not belong to the group of Betzoldt and his fellow soldiers, all of them pertaining to the urban proletariat. Perhaps the narrator’s statement sounds slightly patronizing to modern ears, but in truth at the time this distinction between politically conscious workers and workers unaware of their class interests was quite important: the only thing that the peasant Döring had heard about the «fellows without fatherland» is that they «belonged to the gallows»; moreover, «he didn’t understand much of what we discussed–but he sensed that we were his real comrades» (p. 67).

In other passages of his story the narrator employs words related to the expression vaterlandslose Gesellen. Thus at the beginning of the novel Betzoldt insists that he has not escaped from the fate of «wandering through the fatherland, homeless [heimatlos], under frost and snow» (p. 14). Many pages later, he establishes a distinction between the officers, who usually came from the middle and upper classes, and the rank and file, composed mostly by individuals from peasant or proletarian background. One of the differences consists of the following: «The proletarians often didn’t have before that time a roof over their heads, they were homeless in their own homeland [heimatlos in ihrer Heimat], they ate paltry leftovers in times of unemployment» (p. 140). In these two passages, the word heimatlos means «homeless,» but its association with the noun Heimat («home,» «homeland,» «home country»), particularly explicit in the second of those two quotations, adds a new semantic layer to the adjective. Heimatlos in ihrer Heimat has therefore a wider, more general meaning–a meaning that directly relates it to the expression vaterlandslose Gesellen. This mutual relationship enriches each phrase. The former projects to the latter a dramatic economic situation: the «vaterlandslose Gesellen» have to endure losing jobs, many of them lack proper housing, most suffer from hunger–they are «heimatlos in ihrer Heimat.» In turn, the «heimatlos in ihrer Heimat» have a political awareness of their predicament and a will to struggle for their rights, and thus they can be considered as «vaterlandslose Gesellen.» Either way, the «vaterlandslose Gesellen,» the fellows «without fatherland» and «without a home» make a virtue of necessity: they may be homeless, but their true home lies in class solidarity beyond the boundaries of the nation. It consists of the political unity of all left-wing parties and trade unions, which will fight in order to bring about a world without classes and borders–a world, in short, that will be the home for everybody. Theodor W. Adorno once wrote that «it is part of morality not to be at home in one’s home.» 22. Vaterlandslosigkeit and Heimatlosigkeit can be read under precisely this ethical framework as well. From the outside, one can see things clearer. There is an ethics of revolutionary total mobilization. The condition of lacking a country or a home hinders accommodation, sharpens the gaze, refines criticism, and constitutes, in the context of Vaterlandslose Gesellen, the precondition for achieving a utopian transnational global home.

4. From a Global War to a Global World

Today it is a commonplace to consider the Great War as the first truly global war in the history of mankind. Not only was it fought simultaneously on many different theaters, from France to Russia, from Flanders to Italy, from the North Atlantic to the African continent, Turkey, and the Middle East; not only were whole regiments drawn from faraway colonies and the British dominions; not only was the population of the warring countries mobilized to participate in the war effort, and in the process suffer food shortages and hunger. In addition, the Great War deployed in the battlefields the incessant industrial output of nations whose leadership initially believed, with criminal optimism, that the conflict would be over in a few weeks. The logic of war conditioned political and economic decisions, and not the other way around. Democratic life was curtailed, while national economy became, to a great extent, a function of the armed forces: war thus turned into what Paul Virilio has called «pure war.» 23 Everything and everybody was mobilized to participate in the war. To say it with Jüngerian terms, the countries had at their disposal an almost universal readiness for total mobilization. Once unleashed, nothing would stop total mobilization: the war may have ended, but total mobilization went on, expanding throughout the world. Historians have also written extensively on the changes brought about by the war on the societies involved in the conflict, as well as the impact that the war had on the world as a whole. The dissolution of the old dynastic empires (the Austro-Hungarian Empire, the Ottoman Empire), the Bolshevik Revolution, the creation of new nations, and the foundation of the League of Nations are some of the better known aftereffects of the Great War.

Some of these ideas already circulated in the wake of the war. For instance, the notion of total war was developed for the first time, as we have already seen, in a book by Léon Daudet published in 1918. The sense of having lived through a radical transformative experience was pervasive, and one only need read war memoirs written in the 1920s and early 1930s to realize the extent as well as the social, political, and psychological implications of that sense of change. The title of Robert Graves’ splendid war memoir, Good-bye to All That (1929), clearly summarizes that perception of epochal transformation. Ernst Jünger and Adam Scharrer absorbed, therefore, ideas that circulated in their own time. But they did so by applying to them a distinct and insightful original gaze. Jünger shaped them under an elegant theoretical framework, and proposed a new concept, total mobilization, that defined both the war and the age that it inaugurated. His phenomenology of total mobilization is groundbreaking. In turn, Scharrer approached the connection between war and revolution from a communist, utopian point of view, and he did so through a fictionalization of total mobilization. The subtitle of the novel («Das erste Kriegsbuch eines Arbeiters») points out indirectly the novelty of the author’s gaze: Vaterlandslose Gesellen is indeed one of the first war books ever written by a worker, and it is also one of the first works on the Great War devoted to exploring the ways in which the war affected the urban proletariat in 1914-18. The perspective taken by both Jünger and Scharrer goes beyond the conflict itself, establishing links between the past, the present, and a possible future.

Ernst_Juenger_1922Ernst Jünger and Adam Scharrer viewed the Great War from a global perspective. In «Die totale Mobilmachung» and Vaterlandslose Gesellen the war is understood both as a symptom of an epochal transformation and as an agent of radical change. Although each text takes a different ideological standpoint, Jünger’s essay and Scharrer’s novel ultimately describe the emergence of a new world. According to them, the Great War has brought about an expanding social and political uniformity and the implosion of the nation-state. Consequently, since the politico-spatial order of modernity is based on the striation of the world into nation-states, the war has created potential conditions for the breaking-up of the modern world. Total mobilization and transnational class warfare are by definition expansive: nothing can stop total mobilization, and only a revolution will eliminate class differences and class warfare. As we can see in «Die totale Mobilmachung» and in Vaterlandslose Gesellen, modernity carries within itself the seeds of its own destruction. Scharrer would not live long enough to see the truly global dimension of the process that he intuited. But Jünger did. His reflection on total mobilization as a globalizing vector would be followed up by essays fully devoted to the globalization of the world: I am thinking particularly of the essay Der Weltstaat (The World-State) (1960), which portrays a globalized world in terms reminiscent of the discussions on globalization that would take place beginning in the 1990s. Der Weltstaat also demonstrates the depth of Jünger’s interest in a phenomenon that he explored for the first time in his essay on total mobilization.

In our age of globalization, in these transitional times towards what seems to be a new epoch in world history, «Die totale Mobilmachung» and Vaterlandslose Gesellen acquire an unexpected validity, for these two works describe phenomena that would expand to the rest of the world several decades after their publication in 1930. Both texts talk about their present in such a way that the contemporary reader can easily connect the Great War with our own times. Presently, total mobilization and transnational class warfare are the order of the day in a world articulated by global war and controlled by transnational capitalism 24. In a process that according to some sociologists started in the 1980s 25, today the nation-state has lost its old meaning. National boundaries have been eroded by structural changes across the world, and total mobilization (of migrants, exiles, refugees, workers, transnational businessmen and politicians, among other nomadic groups) and transnational class warfare (expressed in part through transnational political activism interconnected by means of communication such as the Internet) are two of the most visible globalizing forces undermining the nation-state. Ernst Jünger’s «Die totale Mobilmachung» and Adam Scharrer’s Vaterlandslose Gesellen demonstrate that some of the driving energies of the set of processes known today as «globalization» can be dated back to the first decades of the twentieth century, thereby showing that the Great War is an event that needs to be revisited in order for us to better understand a hazy global present.

NOTES

  1. In 1931 a revised version of Jünger’s essay would be published as a book in Berlin by Verlag für Zeitkritik. Three years later Die totale Mobilmachung would appear again, this time being published by Junker & Dünnhaupt (Berlin).
  2. For an English version of this long review, see Walter Benjamin, «Theories of German Fascism: On the Collection of Essays War and Warriors Edited by Jünger,» New German Critique 17 (1979), pp. 120-28.
  3. Ernst Jünger, «Die totale Mobilmachung,» Essays I: Betrachtungen zur Zeit, 2 ed. (Stuttgart: Klett-Cotta, 2002), pp. 121-41, vol. 7 of Sämtliche Werke.
  4. Ulrich Dittmann provides a short but useful history of the reception of Vaterlandslose Gesellen in «Das erste Kriegsbuch eines Arbeiters. Adam Scharrers Vaterlandslose Gesellen (1930),» Von Richthofen bis Remarque: Deutschsprachige Prosa zum I. Weltkrieg, eds. Thomas Schneider and Hans Wagener (Amsterdam: Rodopi, 2003), pp. 375-78.
  5. Reprinted in Alfred Klein, Im Auftrag ihrer Klasse: Weg und Leistung der deutschen Arbeiterschriftsteller, 1918-1933 (Berlin: Aufbau, 1972), pp. 682-84.
  6. Introductions to Scharrer’s life and works can be found in Walter Fähnders and Martin Rector, Linksradikalismus und Literatur: Untersuchungen zur Geschichte der sozialistischen Literatur in der Weimarer Republik, vol. 2 (Hamburg: Rowohlt, 1974), pp. 243-63; Klein, Im Auftrag ihrer Klasse, pp. 250-84; Reinhard Rösler, «Nachwort,» Vaterlandslose Gesellen: Das erste Kriegsbuch eines Arbeiters, by Adam Scharrer (Rostock: BS, n.d.), pp. 180-90; Hans Schütz, ‘Ein deutscher Dichter bin ich eins gewesen’. Vergessene und verkannte Autoren des 20. Jahrhunderts (Munich: Verlag C.H. Beck, 1988), pp. 240-45; Deborah Vietor-Engländer, «Scharrer, Adam,» Neue Deutsche Biographie 22 (2005), pp. 582-83; Hermann Weber and Andreas Herbst, Deutsche Kommunisten: Biographisches Handbuch 1918 bis 1945 (Berlin: Karl Dietz Verlag, 2004), p. 654.
  7. Exceptions to the norm are Dittmann, «Das erste Kriegsbuch»; Vietor-Engländer, «Scharrer»; Weber and Herbst, «Scharrer.» On Vaterlandslose Gesellen, see also Fähnders and Rector, Linksradikalismus und Literatur, 2: pp. 258-60; Edgar Kirsch, «Die deutsche Novemberrevolution in den Romanen Der 9. November von Bernhard Kellermann und Vaterlandslose Gesellen von Adam Scharrer,» Wissenschaftliche Zeitschrift der Martin-Luther Universität Halle-Wittenberg 8 (1958), pp. 155-60; Klein, Im Auftrag ihrer Klasse, pp. 256-68; Hans-Harald Müller, «Kriegsroman und Republik: Historische Skizze mit einer Interpretation von Adam Scharrers proletarischem Antikriegsroman Vaterlandslose GesellenDer deutsche Roman im 20. Jahrhundert: Analysen und Materialien zur Theorie und Soziologie des Romans, ed. Manfred Brauneck (Bamberg: Buchner, 1976), pp. 238-46; Rösler, «Nachwort,» pp. 180-81; Schütz, ‘Ein deutscher Dichter bin ich eins gewesen’, p. 241. A critical account of secondary sources can be found in Dittmann, «Das erste Kriegsbuch,» pp. 378-81.
  8. For more information on Scharrer’s political activities during the 1920s, see Fähnders and Rector, Linksradikalismus und Literatur, 2: pp. 243-48.
  9. In this article I quote from the following English translation: Ernst Jünger, «Total Mobilization,» trans. Joel Golb and Richard Wolin, The Heidegger Controversy: A Critical Reader, ed. Richard Wolin (New York: Columbia University Press, 1991), pp. 119-39. The pages of all quotations from this work are indicated within the text in parenthetical references.
  10. Compare my reading of «Die totale Mobilmachung» with Uwe K. Ketelsen, «‘Nun werden nicht nur die historischen Strukturen gesprengt, sondern auch deren mythische und kultische Vorraussetzungen’: Zu Ernst Jüngers ‘Die totale Mobilmachung’ (1930) und Der Arbeiter (1932),» Ernst Jünger im 20. Jahrhundert, eds. Hans-Harald Müller and Harro Segeberg (Munich: Fink; 1995), pp. 77-95; Helmuth Kiesel, Ernst Jünger: Die Biographie, 2 ed. (Munich: Siedler, 2007), pp. 372-79.
  11. Léon Daudet, La Guerre totale (Paris: Nouvelle Librairie Nationale, 1918), p. 8. My translation.
  12. Daudet, La Guerre totale, p. 8.
  13. Daudet, La Guerre totale, pp. 8-9.
  14. See Carl von Clausewitz, On War, trans. and eds. Michael Howard and Peter Paret (Princeton: Princeton University Press, 1984), pp. 579-84, 592-93, 610.
  15. In this article I use the following edition: Adam Scharrer, Vaterlandslose Gesellen: Das erste Kriegsbuch eines Arbeiters (Cologne: Pahl-Rugenstein, 1982). Page numbers for passages quoted from the novel are indicated within the text in parenthetical references.
  16. Jünger, «Total Mobilization,» p. 123.
  17. For a good introduction to the Worker’s Councils and the November Revolution in Berlin, see Martin Comack, Wild Socialism: Workers Councils in Revolutionary Berlin (Lanham, MD: University Press of America, 2012).
  18. Michel de Certeau, The Practice of Everyday Life, trans. Steven F. Rendall (Berkeley: University of California Press, 1984), pp. 123, 126-29.
  19. Henri Barbusse, Le Feu (Journal d’une Escouade) (Paris: Ernest Flammarion, éditeur, 1917), pp. 331-50.
  20. Erich Maria Remarque, Im Westen nichts Neues (Cologne: Kiepenhauer & Witsch, 2010), pp. 110-31.
  21. All the translations of passages from Vaterlandslose Gesellen are mine.
  22. Theodor W. Adorno, Minima Moralia: Reflections on a Damaged Life, trans. E.F.N. Jephcott (London: Verso, 2005), p. 39.
  23. Paul Virilio and Sylvère Lotringer, Pure War, trans. M. Polizzotti and B.O’Keefe (New York: Semiotext(e), 1997).
  24. On this score, see Michael Hardt and Antonio Negri’s Marxian trilogy on globalization: Empire (Cambridge: Harvard University Press, 2000); Multitude (New York: Penguin Books, 2004); Commonwealth (Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2009).
  25. See, for instance, Saskia Sassen, Territory, Authority, Rights: From Medieval to Global Assemblages, updated edition (Princeton: Princeton University Press, 2008).

Menis versus Conan. El final de la Gran Guerra en dos novelas de 1934: «El estandarte» y «Capitán Conan»

Pablo Romera Gabella
IES Vía Verde (Puerto Serrano, Cádiz)

Para evitar la repetición de notas sobre las dos obras que se analizan, hemos puesto tras la cita en paréntesis la página y una abreviatura que se corresponde a las iniciales de cada novela:

“EE” (LORNET-HOLENIA, Alexander, El Estandarte, Barcelona, Libros del asteroide, 2013)
“CC” (VERCEL, Roger, Capitán Conan, Barcelona, Ed. Inédita, 2004).

SiteCapitaineConan«Un alférez de un regimiento amotinado, de un fin de casta, de una época sin gloria» (EE: 209). De esta forma se autorretrata Herbert Menis, protagonista de El Estandarte, novela del austríaco Alexander Lernet-Holenia (1897-1976). Esta obra se publicó en 1934, el mismo año que recibía el Premio Goncourt Roger Vercel (1894-1957) por su Capitán Conan. En ésta su protagonista se define así mismo exclamando: «¡Yo soy lo que se llama un guerrero!» (CC: 177). Menis versus Conan, dos personajes que comparten con sus creadores una misma guerra, la Gran Guerra, y un mismo frente: los Balcanes. Dos formas de entender la experiencia bélica y la literatura sobre la guerra.

El Estandarte comienza en la inmediata postguerra. Menis es un rico burgués que recorre las calles de Viena dando limosna a los veteranos que se ven abocados a mendigar. Para Menis «en cierto sentido, cada soldado que no puede seguir siéndolo se ha convertido en un mendigo, sea pobre o rico» (EE: 15). Sin embargo, para Vercel el concepto del soldado desmovilizado es bien distinto. El narrador que utiliza Vercel, un joven oficial universitario, dice sobre Conan que tenía «ese instinto de los vagabundos que emprenden el camino acabado el combate y […] al menos se reencuentran con la libertad» (CC: 87). Para Menis no hay libertad en el final de la guerra, todo lo contrario, hay tragedia, sensación de pérdida de un mundo de ayer que no era otro que el Imperio austro-húngaro.

Los autores, ambos veteranos de guerra, ofrecían, veinte años después del comienzo de la I Guerra Mundial, dos diferentes aproximaciones literarias. Lernet-Holenia desde la óptica de un joven oficial de caballería proveniente de una importante familia de militares al servicio del Emperador. Vercel la de un hijo de un mercero de un pueblecito bretón que ha conseguido sus galones luchando en un grupo de asalto. El primero está marcado por la fascinación por las glorias imperiales; el segundo por una concepción brutal de la guerra donde no valen los principios sino sólo los resultados. La opción de Vercel es la que mejor ha resistido al paso del tiempo y encaja más con la concepción que todos tenemos de la Gran Guerra. Tal como dijo el historiador cultural Paul Fussell 1:

«[…] la conflagración no se puede entender en términos tradicionales. La ametralladora por sí sola la convierte en algo tan extraordinario y sin par que, sencillamente, no se puede hablar de ella como si fuera una guerra más de la historia. O más aún de la historia de la literatura».

Es por ello que nos cuesta tanto encajar la obra de Lernet-Holenia, con sus galantes escenas en la Ópera, su romanticismo kistch y sus gotas de ocultismo. Sin embargo, no debemos olvidar que todos estos elementos, especialmente el ocultismo, estaban muy de moda en la época y que eran un bonito envoltorio para lo que de verdad es interesante en esta obra: el retrato del fin de una época: «En el interior de las gentes el mundo cambiaba, se disolvía, se hundía; cada uno lo sentía, aun no siendo más que un campesino polaco que no había visto nada del mundo…Era un fin del mundo….Para volver a ver pronto sus pueblos polacos, estaban destruyendo un imperio» (EE: 115-115).

Del hundimiento de ese mundo son testigos los soldados franceses del llamado “Ejército de Salónica” al cual pertenece Conan y sus hombres 2, unos hombres que libran una feroz guerra de trincheras por más de tres años en lugares montañosos y que se sentían tan utilizados como los campesinos polacos de la obra de Lernet. Durante ese periodo, los soldados franceses han llevado «una vida de traperos y lobos», y cuando llegó el día de la victoria en noviembre de 1918 resultaron ser unos «vencedores demasiado deteriorados». Así lo decía el narrador que utiliza Vercel: el oficial Norbert, un estudiante de Derecho.

A través de éste, utilizando una ironía melancólica, se nos narra el momento final de la guerra en los Balcanes y los meses que siguieron, enlazándolo con la guerra civil rusa. Lo mismo ocurre en El Estandarte, que nos cuenta el final de la guerra en Belgrado y los días posteriores a la derrota con el periplo que siguen los personajes hasta llegar a Viena. En ambas novelas, tanto vencedores como perdedores se sienten defraudados y utilizados.

En el caso de los soldados franceses se sienten indignados por cómo han sido utilizados por los mandos y los militares profesionales. De esta manera, el capitán Conan, que desprecia a los militares de carrera como el resto de sus hombres, lanza uno de sus parlamentos exaltados (CC: 129):

«A esos muchachos se le ha estado gritando desde el 14: “¡Muy bien matado! ¡Le has matado, muy bien!… Y cuando ya no los necesitas para esconderte tras ellos, cuando ya no tiemblas y ya no te cagas en tus preciosos pantalones de montar: “¡Ala! ¡A la cárcel!… Pero no te preocupes, que si te volvemos a necesitar mañana, ya te rehabilitaremos bien rápido para colocarte en primera línea.»

En el otro lado de las trincheras quienes sienten esa sensación son los soldados polacos, ucranianos, húngaros, rutenos, croatas, etc… El desprecio por su falta de espíritu combativo provendrá, como ocurre en el lado francés, de los militares de carrera, muchos de ellos aristócratas. En el caso de El Estandarte, vemos por parte del cuerpo de oficiales de origen alemán tres reacciones. La primera el estupor y la perplejidad que sufre Menis al ver que sus hombres ya no obedecen al juramento hecho ante la bandera. La segunda es la de la comprensión de algunos oficiales como Anschütz que, desde una perspectiva bastante “marxista”, lo compara con el mundo colonial (EE: 97):

«En cierto sentido somos un imperio colonial europeo, y hace un siglo que no nos engañamos respecto a lo que podemos esperar de nuestras así llamadas colonias. La guerra es demasiado larga ya para nuestros campesinos polacos y ucranianos. No tienen otra cosa en la cabeza que sus campos de labranza, Galitzia y sus casitas. El imperio no significa nada para ellos. Ningún ideal los ata ya a nosotros, sino únicamente el juramento prestado»

En la última fase de la guerra los regimientos austro-húngaros volvieron a lucir sus estandartes regimentales para así insuflar ánimo y respeto a sus soldados. Obviamente de nada sirvió a las alturas de 1918. El episodio central de El Estandarte se refiere a este hecho, cuando ante la negativa de los soldados a cruzar el Danubio para ir al frente, los oficiales austríacos mandan disparar a los rebeldes lo que provoca el caos y el final de la división de caballería de Menis como unidad del ejército austro-húngaro.

La tercera postura es la de desprecio a estos rudos campesinos vestidos de soldados que no merecen tal título según los oficiales aristócratas. Es el caso del conde Bottenlauben, capitán de húsares alemán agregado al regimiento de dragones austríaco de María Isabel. Orgulloso de su estirpe moriría a manos de uno de esos soldados-campesinos en su huida hacia Austria.

En Capitán Conan el trasunto del conde será el teniente De Scève. Para el narrador, el joven Norbert, representaba al conocerlo el modelo de «gentilhombre irónico y perspicaz», pero más tarde descubrió que «no era más que un militar fanático como los otros» (CC: 221). Esto no lo hacía mejor que Conan, al contrario, ya que él y los militares de carrera aristocratizantes eran aún más crueles que los matarifes de los grupos de asalto porque aspiraban a seguir la guerra al precio que fuera.

De Scéve manifiesta todo lo anterior, una vez acabada la guerra, al llevar a un tribunal militar a un presunto desertor. Para el amargo Nóbert, «la guerra que ya ha acabado en todas partes se prolonga en tipos como él…» (CC: 222). Su oportunidad la tendrá, en la primavera de 1918, al prestar apoyo las tropas francesas al Ejército blanco en las orillas Dniéster, en Ucrania, escenario de la última acción bélica de Conan y su grupo de indisciplinados camaradas, que habían sembrado el terror en su estancia en Bucarest.

Menis, en este punto, junto a Bottenlauben y De Scéve mantiene una postura fanática, incluso contra el sentir de su amada -la idealizada Rese Lang-, por llevar el estandarte del regimiento a su hogar imperial en Viena. Esto le lleva a interiorizar que la guerra debería continuar por respeto a los caídos, que constituyen el verdadero ejército, el «ejército invisible» al que más adelante nos referiremos.

La visión de una Viena donde triunfa una “revolución” que «sólo era lo que quedaba cuando todo lo demás había desaparecido» (EE: 313), donde la frivolidad e indiferencia de la burguesía le es insultante, y donde el propio Emperador es un traidor al firmar en su último decreto la exención del juramento a sus soldados, provoca en Menis el desconcierto de no pertenecer a ese nuevo mundo de postguerra. Se convierte en un inadaptado. Y es aquí donde los personajes de Menis y Conan toman contacto y expresan el desconcierto del excombatiente. De tal forma llegamos a una de las mejores reflexiones de la obra de Lernet-Holenia (EE: 309):

«Una auténtica guerra no se termina. Antiguamente uno volvía, vencido o no, y se acostaba. Ahora ya no había vencedores, ni siquiera vencidos. Pero la guerra seguía. Seguía dentro de todos los que habían vuelto a casa. Es que, en realidad, no habían vuelto. Seguían en campaña. La traían consigo y la llevaban dentro de sí, y aunque a su alrededor todo volviera a ser como antes, ellos no se podían adaptar. La guerra no se dejaba engañar por el hecho de que se le hubieran escapado. Se hallaban en sus casas, indecisos, con la impresión de que tenían que volver a salir enseguida.»

Conan, desde su punto de vista como soldado no profesional, explica el problema de los excombatientes (CC p. 132):

«Imagínate que hay suficientes franceses que lo reconocen, no te diré que echen de menos la guerra, pero es que no han vivido otra cosa. Tendrán que ocultarse como criminales. ¡Y, sin embargo, ellos no pidieron que les llevasen! Y además, toda su provisión de valor, y no tendrán dónde meterla. Les ahogará. Morirán congestionados.»

Un vaticinio, este último, que se cumplirá con el mismo Conan cuando, una vez concluida la guerra, su amigo Norbert lo visite en su pueblecito. Decrépito, cirrótico, «pudriéndose por partes» le recuerda una conversación anterior a ser desmovilizados. Fue en ese momento cuando, a instancias de De Scève, un tribunal militar condenó a muerte a un jovencísimo soldado por un delito de deserción cometido durante la recién terminada guerra. Esto le hace ver la verdadera faz de su trabajo (CC: 208):

«¡Somos mis hombres y yo los que hemos hecho la guerra y la hemos ganado! ¡Somos nosotros! Mi puñado de hombres y yo, hemos hecho temblar a ejércitos enteros. Matar a un tipo, cualquiera podía hacerlo, pero conseguir, matando a uno, aterrorizar a diez mil, era nuestra especialidad. Para eso era necesario utilizar el cuchillo. ¡Los cuchillos han ganado la guerra, y no lo cañones!… Y ahora esos cabrones nos gritan: “Escondedlos, que nadie los vea”, esconded vuestras manos manchadas de sangre, que nosotros usábamos guantes para manejar los telémetros.»

Son estas palabras la que hacen a la obra de Vercel tan actual que nos lleva a experiencias tan reales como las que contó el periodista Sebastian Junger en su conocido libro sobre un pelotón norteamericano destinado en Afganistán en 2007. Concretamente, como en el caso de Conan, en una zona montañosa: el valle del Korengal 3.

La idea de la camaradería es otro nexo de unión que podemos ver entre ambas novelas. El grupo de camaradas en combate es lo que denominan los sociólogos un “grupo total”, es decir, una comunidad que da un sentido de cierta seguridad en la locura de la guerra 4. Menis y Conan compartieron guerra, pero no se sintieron parte del mismo tipo de camaradería. En el caso del primero, su defensa caballeresca del estandarte, documenta la supervivencia del concepto de honor aristocrático a comienzos del siglo XX, que Arno J. Mayer estudió en su ya clásica obra La persistencia del Antiguo Régimen (1981), y que en su edición original tenía el aclarador subtítulo «Europa hacia la Gran Guerra».

A esta idea del honor, se le une su particular concepto sobre lo que es la camaradería. Para él sus camaradas son los que faltan, los que han caído en la batalla defendiendo el estandarte. Son ese “ejército invisible” de fantasmas del ayer que se asemeja bastante a la idea de Elias Canetti sobre las “masas invisibles” que exponía en su Masa y poder (1960). Para éste, dichas masas sobre todo se representan como ejércitos de combatientes muertos que moran en lo que la tradición germánica denomina el “Valhalla”. Como vimos antes Lornet-Holenia introduce el factor de lo misterioso, de lo sobrenatural en su obra. Y esto desconcierta al lector actual y lleva a los especialistas, tales como Claudio Magris, a considerarla como una obra menor. No obstante, la recreación propuesta nos lleva al enigma de una guerra que sigue siendo, en esencia, un misterio tal como lo ha explicado el historiador militar John Keegan. En palabras de este es difícil responder a la pregunta de porqué decidieron «entregar a la totalidad de su juventud masculina a una carnicería mutua y esencialmente sinsentido» 5.

Para Conan, la camaradería se funda en su grupo de asalto, hombres que nada saben de estandartes ni de mitos imperiales. Solo conocen el valor de la supervivencia en las trincheras y del uso del cuchillo. Representan el nuevo tipo de soldado, el “trabajador de la guerra” del que hablaba otro ilustre veterano de guerra, Ernest Jünger. El nuevo soldado de la era industrial, imbuido en la división del trabajo, realiza su tarea rutinaria tal como si estuviese en una fábrica. Para Menis esto no era sino el fin de un modo milenario de entender la guerra: «el soldado se volvía proletario; era el final».

Sin embargo todas las contradicciones que hemos podido observar (estandartes versus cuchillos, aristócratas versus plebeyos, oficiales versus soldados, poder versus revolución) se igualaban al final en, según escribió John Reed al visitar el frente balcánico, «la loca democracia de la guerra» 6.

Por último, fijémonos en la suerte que corrieron los autores. Alexander Lernet-Holenia, participó brevísimamente en la II Guerra Mundial en la campaña polaca de 1939 (lo cual dejó constancia en su obra Martes en Aries, 1941) y nunca llegó a identificarse con el régimen hitleriano al que su afición al ocultismo y a cierta ideología «völkisch» pudiera haberlo conducido. Sin embargo, el profesor Roger Vercel cuya obra literaria parece más sólida, acabó siendo un colaboracionista con el régimen de Vichy.

NOTAS

  1. Fussell, Paul, La Gran Guerra y la memoria moderna, Madrid, Ed. Turner, 2006, pág. 204
  2. Oficialmente su título era “Ejército francés de Oriente”. Junto a contingentes ingleses, griegos y serbios lucharon entre 1915-1918 en el frente de Macedonia frente a búlgaros, austriacos y alemanes. Al acabar la guerra combatieron en Ucrania al ejército rojo en el contexto de la guerra civil rusa (1918-1921).
  3. Al acabar su obra, Junger piensa en la vida de postguerra de esos jóvenes y sus palabras nos son terriblemente familiares: «A un veterano de guerra, el mundo civil le puede parecer frívolo y aburrido, sin apenas nada en juego…Cuando los hombres afirman que echan de menos el combate no es que echen en falta que les disparen…sino que lamentan no estar en un mundo en el que todo es importante y nada se da por sentado. Echan de menos estar en un mundo en el que las relaciones humanas se rigen exclusivamente por el hecho de si puedes confiar tu vida a la persona que tienes al lado». Junger, Sebastian, Guerra, Barcelona, Ed. Crítica, 2010, pág. 229.
  4. Neitzel, S. y Welzer, H., Soldados del Tercer Reich. Testimonios de lucha, muerte y crimen, Barcelona, Ed. Crítica, 2012, págs. 27-32
  5. Fussell, P., op. cit., pág. 446.
  6. Reed, J. La guerra en Europa Oriental, Barcelona, Ed. Curso, 1998, pág. 82

Nueva traducción de «El jardinero» (1925) de Rudyard Kipling

Nueva traducción con una nota de Juan Gabriel López Guix
Universidad Autónoma de Barcelona | gabriel.lopez@uab.es
Ilustraciones originales de J. Dewar Mills, tomadas de la revista Strand (mayo 1926)
[PDF]

Recuerdo y redención en «El jardinero» de Kipling
Juan Gabriel López Guix

[column]1. Kipling y la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra

Cuando al estallar la primera guerra mundial Gran Bretaña descubrió que Alemania y Austria-Hungría disponían de oficinas de prensa encargadas del control de la información y la propaganda, el gobierno reaccionó encargando al periodista y político liberal Charles Masterman la dirección de una Oficina de Propaganda de Guerra. Masterman recurrió a un selecto grupo de escritores, los reunió a principios de septiembre de 1914 y obtuvo de ellos el compromiso de trabajar en favor del esfuerzo de guerra. El acuerdo se mantuvo en secreto y sólo en 1935 se supo que algunos escritores habían trabajado para el gobierno. Rudyard Kipling (1865-1936) fue uno de los juramentados, y como fruto de ese compromiso militarista nació el cuento «Mary Postgate» (1915), que fue definido más tarde como «el más intenso testamento del odio surgido en Inglaterra durante la Gran Guerra».

Kipling también formó parte como «asesor literario» de la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra, el organismo creado en 1917 para la conmemoración adecuada de los caídos. El objetivo de la comisión era diseñar una forma nueva de organizar los cementerios militares en el extranjero y recordar a los soldados enterrados en ellos; es decir, encontrar un nuevo lenguaje para el recuerdo y la conmemoración de los combatientes muertos en un espanto bélico como nunca antes se había conocido.

Cambiando las prácticas seguidas hasta entonces, la comisión decidió dejar constancia de todos los nombres de los soldados caídos e uniformar todas las sepulturas estableciendo unas rígidas normas acerca de la extensión de los mensajes de las lápidas y prohibiendo los monumentos individuales, con lo que acabó con la discriminación habitual en favor de los oficiales. Se encargó de obtener la cesión a perpetuidad de las parcelas de terreno; eligió la forma que tendrían las lápidas y su material (piedra de Portland) pensando en la máxima permanencia en el tiempo; y también acordó que todos los cementerios tendrían dos monumentos, bautizados por Kipling como la Cruz del Sacrificio y la Piedra del Recuerdo. Para la primera Kipling eligió la inscripción «Para que no olvidemos», un verso extraído de su poema «Recesional» (1897); y, para la segunda, «Su nombre pervive para siempre», un versículo del Eclesiástico (44:14). Con estas medidas la comisión impuso una simbología y un relato únicos en todos los cementerios.

2. «El jardinero»

Kipling escribió «El jardinero» en marzo de 1925 tras una visita al cementerio militar de Bois-Guillaume en Ruán y lo publicó un mes después en McCall’s Magazine. Al año siguiente lo publicó en el número de mayo de The Strand Magazine y lo incluyó en la obra Debits and Credits. Esta última versión es la que sigue la traducción, a la que se han añadido las ilustraciones de J. Dewar Mills con las que apareció en Strand. El tono de este relato es completamente diferente al del mencionado más arriba y publicado una década antes (e incluido en mi antología Cuentos de la Gran Guerra, Alpha Decay, 2008). Ya no estamos ante un llamamiento a la aniquilación del enemigo sin ningún tipo de contemplaciones, sino ante la lucha por superar el duelo y llegar a algún tipo de reconciliación tras el horror vivido. La complejidad del relato permite discernir múltiples capas interpretativas, y no podemos dejar de pensar en la lucha del propio Kipling por encontrar los restos de su hijo John (Jack). John, que sufría una grave miopía, había sido rechazado por la Marina y el Ejército, pero su padre hizo gestiones para lograr su nombramiento como subteniente en un batallón de los Guardias Irlandeses y fue enviado a Francia con dieciocho años recién cumplidos. [/column][column] Murió un mes y medio más tarde en su primera acción de guerra, la batalla de Loos (25-27 de septiembre de 1915), que se cobró 50.000 muertos por parte británica (y unos 25.000 por parte alemana). A pesar de su privilegiada posición oficial y de una búsqueda ininterrumpida a lo largo de las siguientes dos décadas, Kipling murió sin recuperar los restos de su hijo y sin poder darle una sepultura conocida. En 1992, la Comisión de Tumbas de Guerra de la Commonwealth anunció haber identificado la tumba de John Kipling en el cementerio militar de Haisnes (Pas-de-Calais), cerca de Loos, pero esa identificación ha sido discutida por algunos investigadores.

El relato resulta altamente perturbador, entre otras cosas, porque, a diferencia de los lectores, la protagonista no alcanza a reconocer en su viaje (un viaje pautado en última instancia por la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra) la figura del jardinero y sigue sumida en su estado de cosificación y entumecimiento sensorial sin obtener reparación a la pérdida ni tampoco serenidad espiritual. A diferencia de Kipling y su esposa, Helen sabe a qué lugar acudir para conmemorar a Michael, pero su peregrinación recuerda la búsqueda infructuosa por parte del matrimonio Kipling (o de cualquier familiar de desaparecido) de unos restos físicos, un puñado de polvo, un lugar en el que clausurar el duelo por el ser querido. Helen pasa de largo junto al Hijo del Hombre, y ni Kipling ni su esposa Carrie encontraron la tumba del hijo. La primera tiene el cuerpo pero no tiene el nombre, no pudo ni puede llamarlo hijo; los segundos murieron sin encontrar los restos buscados. En los dos casos el dolor queda sin consuelo, y en los dos casos queda sin resolver de modo satisfactorio la tensión entre reconocimiento e ignorancia, entre recuerdo y redención. Justamente el conflicto que Kipling intentó resolver en favor de la memoria con las inscripciones elegidas para los monumentos que debían erigirse junto a las tumbas de los soldados muertos: «Su nombre pervive para siempre» y «Para que no olvidemos».

La exégesis bíblica ha visto en el Cristo jardinero del Evangelio de Juan un reflejo del Adán jardinero del Génesis, con la consiguiente identificación altamente paradójica entre el locus amœnus edénico y el lugar del entierro del Salvador del Mundo; paradójica, pero cargada de sentido puesto que según esa lectura tras el Sacrificio el mundo alcanza la Redención. El relato de Kipling también coloca entre tumbas a su figura redentora; y también nosotros, como María Magdalena en el Evangelio de Juan, encontramos ahí una tumba vacía: la de su querido hijo Jack, a quien él mandó a la guerra.

3. Sobre la traducción

Utilicé este cuento en la clase de Traducción Literaria impartida en la Facultad de Traducción e interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona durante el curso 2011-2012. Los trabajos finales de la asignatura incluyeron un ejercicio comparativo para el cual se utilizaron diversas versiones (entre ellas ésta, fruto de mis tareas de preparación de las clases). Los integrantes del curso, a quienes va dedicada la traducción, fueron: Anna Ballestero, Tamara Bartl, Alba Chaparro, Zaida Cima, Anna Costa, Jessica Díaz, Victoria Drover, Laura Escobar, Núria Faure, Ainhoa Fernández, Elena Fernández, Tina Font, Laura García, Fernando Gómez, Susana González, Beatriz Juan, Sara López, Rebeca Miñarro, Nadine Morales, Ilaria Olivotti, Victoria Penín, José Luis Portela, Irene Prat Soto, Irene Preuss, Tamara Reisinger, Laura Rifà, Carlos Suárez, María Yuste. Deseo agradecer a Celia Filipetto sus comentarios a una de las versiones finales de mi traducción. Por último, deseo dejar constancia de mi agradecimiento a Jacqueline Minett por sus lecturas siempre incisivas del original y a Celia Filipetto por sus comentarios a una de las versiones finales de mi traducción.[/column]

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EL JARDINERO
Rudyard Kipling

Una tumba a mí me dieron,
que guardara hasta el Juicio;
mas miró Dios desde el cielo:
movió la piedra de sitio.

Un día de todos mis años
una hora de ese día,
me vio Su ángel llorando:
movió la piedra de sitio.

Todos en el pueblo sabían que Helen Turrell cumplía su deber con cuantos formaban su mundo, y con nadie de un modo más ejemplar que con el desdichado hijo de su único hermano. El pueblo también sabía que George Turrell había sido desde la adolescencia una fuente permanente de disgustos para su familia, y nadie se sorprendió al enterarse de que, tras muchas oportunidades concedidas y desaprovechadas, convertido en inspector de la Policía India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había fallecido al caer de un caballo pocas semanas antes del nacimiento de su hijo. Por suerte, los padres de George ya no estaban vivos para verlo; y Helen, que con treinta y cinco años y dueña de su propia vida bien habría podido lavarse las manos en aquel escandaloso asunto, se encargó con toda nobleza del caso a pesar de que en aquella época luchaba contra la amenaza de una afección pulmonar que la había llevado hasta el sur de Francia. Organizó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, se reunió con ellos en Marsella, cuidó al niño durante un ataque de disentería provocado por la negligencia de la niñera, a la que tuvo que despedir, y por último, flaca y agotada pero triunfal, regresó a finales de otoño con el niño completamente restablecido a su casa de Hampshire.

Todos esos detalles eran de dominio público, porque Helen era clara como el agua y sostenía que ocultar los escándalos sólo contribuía a aumentarlos. Reconocía que George siempre había tenido mucho de oveja negra, pero las cosas habrían sido mucho peores si la madre hubiera insistido en su derecho a conservar al niño. Por fortuna, parecía que esa clase de personas era capaz de casi todo por dinero; y, como George siempre había acudido a ella en sus líos, se sintió justificada -sus amigas convinieron con ella- para cortar toda relación con la rama del suboficial retirado y ofrecer al niño todas las ventajas. El bautizo con el nombre de Michael, a cargo del párroco, fue el primer paso. Helen reconoció que, por lo que ella se conocía, nunca había sido una amante de los niños; pero, a pesar de sus defectos, había sentido mucho cariño por George y destacó que el pequeño Michael tenía la boca calcada a la de su padre, lo cual no dejaba de ser un punto de partida.

A decir verdad, era la frente de los Turrell, ancha, baja, bien formada, con unos ojos bien espaciados bajo ella, lo que Michael había reproducido con mayor fidelidad. Tenía la boca algo mejor perfilada que la habitual en la familia. Sin embargo, Helen, nada dispuesta a admitir algo bueno en el lado materno, juró que era un Turrell de arriba a abajo; y, al no haber nadie en posición de contradecirla, el parecido quedó establecido.

Al cabo de unos años, Michael ocupó su propio lugar, tan aceptado por todos como siempre lo había sido Helen: audaz, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso saber por qué no podía llamarla «mamá», como llamaban los otros niños a sus madres. Ella le explicó que sólo era su tía y que las tías no eran exactamente lo mismo que las mamás, pero que, si le gustaba, podía llamarla «mamá» a la hora de dormir, como una especie de nombre cariñoso entre ellos.

Michael mantuvo el secreto con toda lealtad, pero Helen, como de costumbre, contó la aneécdota a sus amigas; y, cuando se enteró, Michael se enfadó muchísimo.

jardinero1– ¿Por qué se lo has dicho? ¿Por que?? -exclamó al final del estallido de furia.
– Porque siempre es mejor decir la verdad -respondió Helen, rodeándolo con el brazo mientras él se agitaba en su cama.
– Muy bien, pues si la verdad es fea, entonces no me gusta.
– ¿No te gusta, cariño?
– No, no me gusta y ahora que lo has dicho -ella sintió que su cuerpecito se ponía tenso- no te llamaré nunca más «mamá», ni tampoco a la hora de dormir.
– ¿No te parece que eso no es muy amable? -dijo Helen con dulzura.
– ¡No me importa! ¡No me importa! Tú me has hecho mucho daño por dentro y yo te lo voy a hacer a ti. ¡Te lo voy a hacer mientras viva!
– ¡No, no hables así, cariño! No sabes…
– ¡Te lo voy a hacer! ¡Y cuando esté muerto te lo voy a hacer mucho más!
– Gracias a Dios, me habré muerto mucho antes que tú, cielo.
– No te creas. Emma dice que nunca se sabe lo que te espera. -Michael había estado hablando con la anciana criada de cara chata que Helen tenía a su servicio-. Muchos niños se mueren pequeños. Yo también. ¡Y entonces ya verás!

Helen sintió que se le cortaba la respiración y se dirigió hacia la puerta, pero el gemido de «¡Mamá!¡Mamá!» hizo que volviera sobre sus pasos, y ambos lloraron juntos.

A los diez años, tras dos trimestres en el colegio primario, algo o alguien le dio a entender que su situación civil no era del todo regular. Abordó a Helen al respecto y derribó sus balbuceantes defensas con la característica franqueza familiar.

– No me creo una palabra -dijo al final con desenfado-. La gente no diría nada si mis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes, tía. Lo he aprendido todo sobre los que son como yo en Historia Inglesa y en los trozos de Shakespeare. Para empezar, está Guillermo el Conquistador y… bueno, muchísimos más, y a todos les fue estupendamente. A ti no te importa que yo sea eso… ¿verdad?
– Como algo pudiera… -empezó Helen.
– De acuerdo. No volveremos a hablar de esto si te hace llorar. Nunca mencionó de nuevo el tema de modo voluntario; aunque, cuando dos años más tarde se las arregló hábilmente para contraer sarampión durante las vacaciones, no murmuró acerca de otra cosa mientras la fiebre le subía hasta los cuarenta grados de rigor y sólo dejó de hacerlo cuando la voz de Helen, penetrando por fin en su delirio, logró transmitirle la seguridad de que nada en este mundo ni en el otro podría hacer que las cosas fueran distintas entre ellos.
Los trimestres de su internado y las maravillosas vacaciones de Navidad, Pascua y verano se fueron sucediendo, irisados y espléndidos como una sarta de joyas; y como joyas los atesoró Helen. A su debido tiempo, Michael desarrolló algunos intereses propios, que siguieron su curso y luego dieron paso a otros; sin embargo, el interés por Helen nunca dejó de ser creciente y constante. Ella correspondió con cuanto tenía de afecto o con cuanto podía reunir de consejos y dinero; y, como Michael no era nada tonto, la guerra lo reclamó justo antes de iniciar lo que parecía una carrera de lo más prometedora.
Tenía que haber ido a Oxford, con una beca, en octubre. A finales de agosto, estuvo a punto de unirse al primer holocausto de muchachos salidos de colegios privados que se arrojaron a la línea del frente; pero el capitán de su Cuerpo de Instrucción de Oficiales, donde había sido sargento durante casi un año, se interpuso en su camino y lo condujo directamente a la obtención de un grado de oficial en un batallón tan nuevo que la mitad todavía llevaba la vieja casaca roja y la otra mitad cultivaba la meningitis en el hacinamiento de unas tiendas húmedas. A Helen le había horrorizado la idea de un alistamiento directo.
jarfinero2– Bueno, es algo que está en la familia -rió Michael.
– ¿No me irás a decir que te has creído aquella vieja historia todo este tiempo? -dijo Helen (Emma, la criada, ya llevaba muerta unos años.)-. Te di mi palabra de honor… y te la doy ahora… de que… todo está bien. De verdad.
– Ah, eso no me preocupa. Nunca me ha preocupado -contestó valientemente-. Quiero decir que habría entrado en danza antes de haberme alistado, como mi abuelo.
– ¡No digas esas cosas! No te preocupará que acabe demasiado pronto, ¿verdad?
– No tendremos esa suerte. Ya sabes lo que dice K.
– Sí, pero en el banco me dijeron el lunes que en ningún modo podía durar más allá de Navidad… por razones económicas.
– Espero que tengan razón; pero nuestro coronel, que es un oficial de carrera, dice que va a ser un trabajo largo.
El batallón de Michael tuvo suerte porque, por alguna casualidad que supuso varios «permisos», fue destinado a la defensa costera en unas trincheras poco profundas de las playas de Norfolk; enviado después al norte para vigilar la boca de un estuario escocés; y, por último, retenido durante semanas debido al rumor infundado de un destino remoto. Sin embargo, el mismo día en que Michael tenía que haberse reunido con Helen durante cuatro horas seguidas en una estación de enlace intermedia, el batallón fue movilizado precipitadamente para ayudar a reponer las bajas de Loos, y él sólo tuvo tiempo de enviarle un telegrama de despedida.
En Francia la suerte ayudó de nuevo al batallón. Fue destacado cerca del Saliente, donde llevó una vida meritoria y relajada mientras se fue gestando el Somme; y disfrutó de la paz de los sectores de Armentières y Laventie cuando empezó esa batalla. Al descubrir que se comportaba con sensatez a la hora de proteger los flancos y sabía cavar, un oficial prudente se lo robó a la división a la que pertenecía con el pretexto de ayudarlo en el tendido de líneas de telégrafo y lo utilizó por toda la zona de Ypres.
Un mes más tarde, y justo después de que Michael hubiera escrito a Helen diciéndole que no pasaba nada y que por lo tanto no tenía necesidad de preocuparse, la esquirla de un proyectil que cayó de un húmedo amanecer lo mató en el acto. El siguiente obús arrancó de cuajo y depositó sobre el cuerpo lo que habían sido los cimientos del muro de un granero, y ello de un modo tan pulcro que sólo un experto habría adivinado que allí había sucedido algo desagradable.

Por entonces el pueblo era ya viejo en experiencia de la guerra y, a la usanza inglesa, había desarrollado un ritual para enfrentarse a ella. Cuando la jefa de correos entregó a su hija de siete años el telegrama oficial para que se lo llevara a la señorita Turrell, le comentó al jardinero del párroco: «Esta vez le ha tocado el turno a la señorita Helen». El jardinero, pensando en su propio hijo, respondió: «Bueno, ha durado más que otros». La niña llegó sollozando a la puerta de la casa, porque el señorito Michael le había regalado a menudo caramelos. Helen se encontró, unos momentos después, bajando con gran cuidado las cortinas de la casa una tras otra y diciendo a cada una con suma seriedad: «Desaparecido siempre quiere decir muerto». Luego ocupó su lugar en el lóbrego cortejo que se vio obligado a recorrer una inevitable sucesión de emociones inútiles. El párroco, por supuesto, predicó la esperanza y vaticinó, en muy poco tiempo, noticias desde un campo de prisioneros. También varias amigas le contaron historias del todo verídicas, pero siempre referidas a otras mujeres, a quienes, tras meses y meses de silencio, sus seres queridos habían sido milagrosamente restituidos. Otras personas la apremiaron a que se pusiera en contacto con infalibles secretarios de organizaciones que se pondrían en contacto con benévolos neutrales, que a su vez podían obtener información precisa de los más herméticos comandantes de las cárceles hunas. Helen hizo, escribió y firmó todo cuanto se le indicó o se le puso delante.
jardinero3Una vez, en uno de sus permisos, Michael la llevó a una fábrica de municiones donde presenció el progreso de un obús desde la pieza de hierro hasta el artículo casi acabado. Le sorprendió que no dejaran solo ni un segundo al diabólico artefacto; y mientras preparaba los documentos se dijo: «Me están transformando en un familiar desconsolado».
En su debido momento, cuando todas las organizaciones hubieron lamentado profunda y sinceramente su incapacidad para localizar, etcétera, algo cedió en su interior y todas las sensaciones -salvo la gratitud por la liberación- desembocaron en una gozosa pasividad. Michael había muerto, el mundo de Helen se había detenido, y ella se había fundido plenamente con la conmoción de esa detención. En ese momento ella estaba inmóvil y el mundo seguía avanzando, pero eso no le importaba, no la afectaba en modo o sentido algunos. Lo sabía por la facilidad con que era capaz de deslizar el nombre de Michael en una conversación y ladear la cabeza en el ángulo adecuado, ante el adecuado murmullo de condolencia.
En la gozosa conciencia de ese alivio, el Armisticio estalló sobre ella con todas sus campanadas y pasó inadvertido. Al cabo de otro año, superó la aversión física a los jóvenes que habían sobrevivido y regresado, de tal modo que fue capaz de darles la mano y desearles casi con sinceridad que todo les fuera bien. No tenía interés alguno por ninguna consecuencia, nacional o personal, de la guerra; pero, actuando desde una inmensa distancia, participó en diversos comités de ayuda y sostuvo opiniones enérgicas -se oyó a sí misma expresándolas- acerca del emplazamiento del monumento propuesto a los caídos del pueblo. Entonces le llegó, en tanto que familiar más cercano, una notificación oficial, respaldada por la página de una carta en lápiz indeleble dirigida a ella, una chapa de identidad plateada y un reloj, en la que se le daba a conocer que el cuerpo del teniente Michael Turrell había sido encontrado, identificado y reenterrado en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele, al tiempo que proporcionaba la debida indicación de la letra de la hilera y el número de la tumba.
De modo que Helen se vio desplazada a otra etapa de la transformación, a un mundo lleno de familiares exultantes o destrozados, pero firmes ya en la certeza de que había en la tierra un altar sobre el que depositar su amor. No tardaron en contarle, y lo demostraron con horarios, lo fácil que era y lo poco que interfería en los asuntos cotidianos acudir a ver la correspondiente tumba.
– Qué diferente habría sido -como dijo la esposa del párroco- si lo hubieran matado en Mesopotamia o incluso en Gallipoli.
El sufrimiento de verse despertada a una especie de segunda vida empujó a Helen al otro lado del Canal, donde, en un mundo de nombres abreviados, aprendió que era posible llegar cómodamente a Hagenzeele III con un tren vespertino que enlazaba con el barco matutino, y que había un cómodo hotelito a menos de tres kilómetros del propio Hagenzeele donde podía pasar una cómoda noche y visitar la tumba a la mañana siguiente. Todo eso lo supo de una Autoridad Central que vivía en un cobertizo de tablones y cartón alquitranado en las afueras de una ciudad arrasada y llena de remolinos de tierra calcárea y papeles llevados por el viento.
– Por cierto, sabe usted cuál es su tumba, ¿verdad? -le preguntó.
– Sí, gracias -dijo Helen y le mostró su fila y su número mecanografiados con la pequeña máquina de escribir de Michael.
jardinero4El oficial lo habría comprobado en uno de sus muchos libros; pero una mujer grandota con acento de Lancashire se interpuso entre ellos y le suplicó que le dijera dónde podía encontrar a su hijo, que había sido cabo en el Cuerpo de Servicios del Ejército. Su verdadero apellido era Anderson, sollozó, pero, claro, al ser de una familia respetable, se había alistado con el de Smith; y lo habían matado en Dickiebush, a principios del quince. No tenía su número ni tampoco sabía cuál de sus dos nombres de pila había utilizado junto con el apellido falso; pero su billete turístico de Cook expiraba al final de la Pascua, y se iba a volver loca si para entonces no había logrado encontrar a su hijo. Tras ello se derrumbó sobre el pecho de Helen; aunque enseguida salió la mujer del oficial del pequeño dormitorio situado detrás de la oficina, y los tres alzaron a la mujer hasta el camastro.

– Con frecuencia son así -dijo la mujer del oficial, deshaciendo el apretado nudo del sombrero-. Ayer contó que lo habían matado en Hooge. ¿Está segura de que sabe su tumba? Es fundamental.
– Sí, gracias -dijo Helen; y se apresuró en salir antes de que la mujer echada en la cama empezara a lamentarse de nuevo.

El té en una atestada construcción de madera, con fachada falsa, y de franjas azules y malva la adentró aun más en la pesadilla. Pagó la cuenta junto a una inglesa inexpresiva y de rasgos poco agraciados que, al oírla preguntar por el tren a Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.
– Yo también voy a Hagenzeele -explicó-. No a Hagenzeele III, el mío es Sugar Factory, pero ahora lo llaman La Rosière. ¿Ha reservado habitación en el hotel que hay ahí?
– Sí, gracias. He enviado un telegrama.
– Es lo mejor. A veces está bastante lleno, y otras apenas hay un alma. Pero han puesto cuartos de baño en el viejo Lion d’Or, que es el hotel que está en el lado oeste de Sugar Factory, y eso atrae ahora a mucha gente, por suerte.
– Para mí todo esto es nuevo. Es la primera vez que vengo.
– ¿De verdad? Yo, es la novena desde el Armisticio. No, para mí misma. Gracias a Dios, no he perdido a nadie; pero, como todo el mundo, tengo muchísimas amistades que sí que han perdido a alguien. Viniendo con tanta frecuencia como vengo, me doy cuenta de que les resulta útil que alguien pueda echar una ojeada a… al lugar y que luego les hable de él. Y también puedo hacer fotos para ellos. Tengo una lista bastante larga de encargos. -Rió con nerviosismo y dio unas palmaditas a la Kodak que llevaba colgando-. Debo ver a dos o tres en Sugar Factory esta vez, y a muchos otros en los cementerios de los alrededores. Mi sistema es acumularlos y clasificarlos. Y cuando tengo suficientes encargos para que valga la pena ir a una zona, me pongo en marcha y cumplo los encargos. Para la gente supone un gran consuelo.
– Sí, supongo que sí -dijo Helen estremeciéndose mientras subían al pequeño tren.
– Claro que lo es. (¿Qué suerte que tenemos asientos de ventana, ¿verdad?) Debe serlo, de otro modo no me lo pedirían, ¿no cree? Tengo aquí una lista con doce o quince encargos -dio otras palmaditas a la Kodak-, debo ordenarlos esta noche. Ah, había olvidado preguntárselo. ¿El suyo qué es?
– Mi sobrino -dijo Helen-. Pero estaba muy encariñada con él.
– Ah, sí. A veces me pregunto si llegan a saberlo después de la muerte. ¿Qué cree usted?
– Bueno, no lo sé… No me he atrevido a pensar mucho sobre esas cosas -dijo Helen, casi
levantando las manos para mantenerla a distancia.
– Puede que sea lo mejor -respondió la mujer-. Imagino que la sensación de pérdida ya
es bastante. En fin, no quiero molestarla más.
Helen se sintió agradecida, pero cuando llegaron al hotel la señora Scarsworth (ya se habían
presentado) insistió en cenar en la misma mesa que ella y después de la cena, en la reducida y espantosa sala repleta de familiares susurrantes, arrastró a Helen hasta un recorrido por sus «encargos» con biografías de los muertos, donde se daba el caso de que los hubiera conocido, y algunas pinceladas sobre los parientes más cercanos. Helen lo soportó hasta casi las nueve y media antes de poder huir a su habitación.

Apenas hubo llegado, sonó un golpe en la puerta y entró la señora Scarsworth sosteniendo, con las manos apretadas ante ella, la espantosa lista.
– Sí, sí… lo sé -empezó a decir-. Está harta de mí, pero quería contarle algo. No está usted… casada, ¿verdad? Entonces quizá no… Pero no importa. Tengo que contárselo a alguien. Ya no aguanto más así.
– No, por favor…
La señora Scarsworth se había apoyado contra la puerta cerrada, y su boca seca se movió con rigidez.
– Sólo es un minuto -dijo-. Todas esas tumbas de las que le he estado hablando hace un momento abajo… Son encargos de verdad. Al menos algunas. -Paseó la mirada por la habitación-. Qué papeles pintados tan increíbles tienen en Bélgica, ¿no le parece? … Sí. Le juro que son encargos. Pero hay una, ¿sabe?, y… y significó para mí más que nada en el mundo. ¿Me entiende?
Helen asintió.
– Más que nadie. Y, por supuesto, no tenía que haber sido así. No tenía que haber sido nada para mí. Pero lo fue. Lo sigue siendo. Y por esta razón hago los encargos. Eso es todo.
– Pero, ¿por qué me lo cuenta? -preguntó Helen con desesperación.
– Porque estoy muy cansada mentir. Cansada de mentir, de mentir siempre, año tras año. Cuando no digo mentiras, he tenido que representarlas y he tenido que pensarlas, siempre. No sabe usted lo que eso significa. Él fue para mí todo lo que no tenía que haber sido… lo único real… lo único que me ha sucedido en la vida; y tengo que fingir que no lo fue. ¡He tenido que prestar atención a cada palabra antes de pronunciarla, y pensar antes en la mentira que voy a decir a continuación, durante años y años!
– ¿Cuántos años? ??preguntó Helen.
– Seis años y cuatro meses antes y dos y tres cuartos después. He ido a visitarlo ocho veces desde entonces. Maañana será la novena, y… y no puedo… no puedo ir a visitarlo otra vez sin que nadie en el mundo lo sepa. Quiero sincerarme con alguien antes de ir. ¿Lo entiende? No me importa por mí. Nunca he dicho la verdad, ni siquiera de niña. Pero él no se lo merece. Así que… que he tenido que contárselo. No puedo mantenerlo callado por más tiempo. ¡No, no puedo!
Alzó sus manos entrelazadas casi hasta la altura de la boca, y luego las bajó de golpe, aún unidas, toda la extensión de los brazos, por debajo de la cintura. Helen se le acercó, las agarró, inclinó la cabeza sobre ellas y murmuró:
– ¡Oh, pobre! ¡Pobrecita! La señora Scarsworth retrocedió, con el rostro encendido.
– ¡Dios mi?o! -dijo-. ¿Es así cómo se lo toma?
Helen fue incapaz de hablar, y la mujer abandonó la habitación; sin embargo, pasó mucho
tiempo antes de que Helen pudiera conciliar el sueño.

jarfinero5A la mañana siguiente, la señora Scarsworth se marchó temprano a realizar su ronda de encargos, y Helen se dirigió sola a Hagenzeele III. El lugar todavía estaba en fase de acondicionamiento, y se alzaba casi dos metros por encima de la carretera asfaltada que lo bordeaba durante cientos de metros. Unos pasos habilitados sobre una profunda zanja hacían las veces de entrada a través del inacabado muro perimetral. Helen subió unos pocos escalones de tierra con contrarié de madera y entonces descubrió, conteniendo el aliento, la hacinada vastedad del lugar. No sabía que Hagenzeele III albergaba ya veintiún mil muertos. Cuanto vio fue un implacable mar de cruces negras con pequeñas placas de estaño grabadas, formando todo tipo de ángulos sobre sus lados. No logró distinguir orden ni disposición algunos en aquella inmensidad; nada salvo una selva que le llegaba hasta la cintura, como de hierbajos heridos de muerte, abalanzándose sobre ella. Avanzó, se dirigió a la derecha y a la izquierda embargada por la desesperación, preguntándose cómo lograría dar con quien buscaba. Muy a lo lejos había una línea blanca. Resultó ser un sector de unas doscientas o trescientas tumbas en las que ya habían colocado las lápidas, estaban plantadas las flores y asomaba el verde del césped recién sembrado. Vio en esa zona letras claras al final de las hileras y, tras consultar su papel, se dio cuenta de que no era allí donde tenía que buscar.
Un hombre se arrodilló tras una fila de lápidas; un jardinero, a todas luces, porque estaba apretando la blanda tierra en torno a una planta joven. Helen se dirigió hacia él con el papel en la mano. El hombre se levantó ante su llegada y, sin preámbulo ni saludo, preguntó:
– ¿A quién busca?
– Al teniente Michael Turrell… mi sobrino -dijo Helen lentamente y palabra a palabra, como había hecho muchas miles de veces en su vida.
El hombre levantó los ojos y la miró con infinita compasión antes de alejarse del césped recién sembrado en dirección a las peladas cruces negras.
– Acompáñeme -dijo- y le enseñaré dónde está su hijo.

Al abandonar el cementerio, Helen se volvió para echar una última ojeada. A lo lejos vio al hombre inclinado sobre sus jóvenes plantas; y se alejó, pensando que era el jardinero.

II

La carga

Un pena llevo encima cada día,
año a año, que ningún alma mitiga
que ningún alma percibe,
cuyo fin no se contempla
si no es penar de nuevo.
Ah, María Magdalena,
¿dónde habrá dolor mayor?

Soñar con dulce vergüenza
cada hora, día a día,
no poner cara sincera
a cuanto hago o digo,
mentir del alba a la puesta,
saber que el embuste es vano.
Ah, María Magdalena,
¿dónde habrá dolor mayor?

Ver mi miedo obstinado
que me sigue a todas partes
cada día, año a año,
cada hora, día a día,
arder y helarse sin tregua,
temblar y rabiar de nuevo,
Ah, María Magdalena,
¿dónde habrá dolor mayor?

Una tumba a mí me dieron,
que guardara hasta el Juicio;
mas miró Dios desde el cielo:
movió la piedra de sitio.
Un día de todos mis años,
una hora de ese día,
me vio Su ángel llorando:
movió la piedra de sitio.

El collage cubista en el marco de la entrada de Portugal en la Gran Guerra: “Entrada” (1917) de Amadeo de Souza-Cardoso

Joana Cunha Leal
Universidade Nova de Lisboa

Texto adaptado y traducido por Emilio Quintana a partir de un estudio publicado en inglés por la autora: "Trapped bugs, rotten fruits and faked collages: Amadeo Souza Cardoso's troublesome modernism". Konsthistorisk tidskrift/Journal of Art History, 82 (2) 2013, 99-114

Cardoso01Amadeo de Souza-Cardoso, sin título [Entrada], c. 1917 (Col. CAM/Calouste Gulbekian Foundation, Lisboa)

Aunque se trata de un hecho completamente desconocido, la obra Entrada (c. 1917), del pintor portugués Amadeo de Souza-Cardoso (1887-1918) mezcla y suporpone diversos signos que pueden ser leídos de forma contextual en relación con la entrada de Portugal y de los Estados Unidos en la Gran Guerra 1.

Por ejemplo, la palabra «entrada» -en referencia a la entrada de Portugal en la guerra-, aparece escrita en el lienzo, así como una clara alusión al trágico hundimiento del Lusitania, a causa de un torpedo lanzado por un submarino alemán (1915).

El cuadro nos muestra la torre y el periscopio de un submarino U-boat con los colores de Alemania y Austria, justamente encima de la palabra «entrada». Ambos están enmarcados por la luz de un foco que brota desde el centro de la composición. La presencia de unas guitarras y de unas piezas de violín nos sugiere la existencia de un espacio interior, iluminado por una lámpara eléctrica Wotan 2 y separado de una oscuridad, aparentemente nocturna, por unas líneas horizontales de color dorado (estas líneas son también las cuerdas de una guitarra que tiene como agujero de resonancia un espejo). En la parte superior izquierda encontramos un falso «papier collé», decorado con una flor gigantesca, que puede muy bien formar parte del mismo ambiente de interior.

La obra incorpora referencias a un conocido episodio relacionado con la guerra y el mundo artístico lusitano: la sorprendente acusación de espionaje contra la pintora de vanguardia Sonia Delaunay (un episodio en el que Souza-Cardoso estuvo muy implicado, ya que fue el máximo responsable del asesoramiento legal de Sonia, ya que su marido Robert Delaunay se encontraba en España) 3.

delaunay [Artículo publicado en un periódico no identificado de Oporto en abril de 1916 sobre el presunto espionaje de Sonia Delaunay, así como su encarcelamiento] 4

Este chusco espisodio data de abril de 1916, cuando un acusador anónimo aseguró, a cambio de 3.000 francos, que Sonia Delaunay estaba mandando mensajes encriptados a los subamarinos alemanes situados en en el Atlántico, utilizando al efecto sus discos de color «simultaneistas». Estos discos de color supuestamente «codificados» están presentes en el lienzo, mientras que los números que aparecen la parte superior del lienzo parecen aludir a la cantidad de dinero cobrada por el denunciante de Sonia Delaunay.

Si nos fijamos de nuevo en el foco central de luz, vemos que su fuente de origen es el perfil del trastlántico Lusitania. El barco es fácilmente identificable, tanto por los colores de la bandera nacional portuguesa, pintada sobre un rectángulo de cristal encolado 5, como por la presencia de sus cuatro imponentes chimeneas (dos de ellas pintadas, las otras dos sugeridas por el número «2»).

En este sentido, el cuadro de Souza-Cardoso captura fragmentariamente los principales acontecimienrtos del momento, es decir, nos cuenta una historia relacionada con la actualidad de la guerra. El autor explota su potencial narrativo y representativo, a través de una figuración no secuencial ni ilusionista. Con todo, las referencias que hemos detallado a acontecimientos concretos de la época, no hacen que Entrada se convierta en una simple sinécdoque, sino en una composición fragmentada de signos figurativos.

Entrada es un cuadro ambicioso. La posición del pintor portugués parte de una posición irónica hacia ciertos debates que estaban teniendo lugar en el mundo artístico de vanguardia, que consideraba como demasiado propenso a la adhesión devota de carácter sectario.

La aparición de los circulos de color de los Delaunay, puede ser tomada aquí como un signo de la posición de Souza-Cardoso ante la función meramente decorativa de una propuesta que aspiraba a cierta pureza plástica original, habiendo caído en el terreno de la alegoría terrenal más humorística, al ser denunciados como signos codificados destinados al espionaje. De esta forma, Souza-Cardoso se distancia -de forma voluntaria y consciente- del proyecto de búsqueda de la pintura pura de los Delaunay, mucho antes incluso de que se fuera al traste el programa de exposiciones de la Corporation Nouvelle.

Hay dos aspectos que refuerzan esta interpretación en el caso de Entrada. Por una parte, no sólo se alude irónicamente a la interpretación «vulgar» de los discos de color de Robert y Sonia Delaunay como mensajes encriptados con fines de espionaje, sino que, si nos fijamos un poco, dos de los discos se presentan en el lienzo como trampas para atrapar insectos y moscas. Esta conversión de los discos de color en telerañas con insectos es un torpedo en la línea de flotación del proyecto pictórico de la pareja.

Pero la crítica de Souza -Cardoso va mucho más lejos, ya que impugna directamente la técnica cubista del «collage». En Entrada, como en otras obras de este periodo, se apuesta por la pintura hecha con pintura, al modo tradicional. Souza-Cardoso está de acuerdo en la ampliación de las recursos plásticos «collés» (hay papeles, cristales, y todo tipo de pequeños objetos pegados en sus lienzos); sin embargo, manifiesta su desagrado ante lo que considera un abuso de los «papiers collés» en la pintura cubista y futurista. Esta posición lo lleva a usar sistemáticamente falsos collages en las obras de 1916 y 1917, es decir, que sus papeles pegados están, en realidad, pintados. En el caso de este lienzo, ya hemos hecho alusión al falso papel pegado con una gran flor, que aparece en la esquina superior izquierda, y lo mismo pasa con las cerillas que se ven en la parte baja de la obra. Esta posición crítica del pintor portugués parece entrar en conflicto con uno de los aspectos más disruptivos del cubismo. Sin embargo, lo que hace Souza-Cardoso es poner el énfasis en las posibilidades del medio, es decir, que su práctica crítica supone una expansión de sus posibilidades poniendo en evidencia sus límites.

No estamos, por lo tanto, ante una actitud conservadora, sino ante una posición irónica desde dentro, que aspira a ir más allá de la estricta observancia del medio. Así lo indican las referencias directas a los «papiers collés» que aparecen en obras de Picasso como Bodegón con violín y fruta (1913).

En definitiva, estamos ante una propuesta original y compleja que viene de la supuesta «periferia» artística del momento. Souza-Cardoso no se deja llevar por los prejuicios de la vanguardia de la época. No renuncia a los elementos narrativos del arte -en este caso, relacionados con la Gran Guerra-, del mismo modo que pone en cuestión determinadas técnicas, en favor del uso de texturas en las que el color adquiere densidad, más allá de cierto planismo «decorativo». Su reflexión sobre el papel de la superficie pictórica en el entorno del medio cubista, considerada como algo más que un simple «estilo», aporta nuevos temas de debate sobre las formas de representación pictórica.

NOTAS

  1. Sobre los efectos de la Gran Guerra en el medio artístico europeo, cf. Kenneth Silver: Esprit de Corps: the Art of the Parisian Avant-Garde and the First War World, 1914-1925. Princeton University Press and Thames and Hudson, 1989; Marjorie Perloff: The Futurist Moment: Avant-Garde, Avant Guerre, and the Language of Rupture. Chicago, The University of Chicago Press, 1986; J. Arnaldo: ¡1914! La Vanguardia y la Gran Guerra. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, 2008.
  2. Souza-Cardoso tenía un catálogo de la casa de lámparas Wotan, del que sacó esta imagen, que también aparece en otro lienzo de 1917: Máquina registradora (Col. CAM/Calouste Gulbekian Foundation, Lisboa)
  3. El «affaire Delaunay» puede seguirse en su integridad gracias a la correspondencia entre Aamadeo de Souza-Cardoso y Robert Delaunay, que se encuentra publicada en el libro de P. Ferreira, Correspondance de quatre artistes portugais (…) avec Robert et Sonia Delaunay. Paris: PUF, 1972, pp. 52-54. Destaca especialmente la carta de Souza-Cardoso a Delaunay de 14 de abril de 1916, recogida en las páginas 123-124 de dicha obra:

    A. de Souza-Cardoso
    à Sonia Delaunay,
    Vigo

    Porto
    Vendredi 14 avril 1916

    Cher Ami,
    Depuis huit jours, je suis à Porto, ayant été appelé télégraphiquement par votre Dame qui, venant de Vila do Conde, s’était preséntée au Consulat pour qu’on lui délivre un passeport, ayant été ignoblement traitée par les gens du Consulat qui, sans droit, se sont refusés à lui délivrer les papiers nécessaires, la soupçonnant d’espionnage et lui faisant toutes sortes de complications. Le Consulat de France a fait marcher la police, qui a arrêté Béatrice et Vianna et a saisi la malle éxpediée de Madame, ainsi que tous les papiers, lettres, albums, etc., que Madame avait dans sa chambre à l’hôtel. N’ayant rien trouvé de compromettant dans la malle, ayant interrogé Béatrice et Vianna, et ayant fouillé toutes ses choses sans que rien ne la compromette, on les a remis en liberté, et maintenant la police cherche le malveillant dénonciateur. Quant à la correspondance, que le Consul avec la police ont prise à Madame, c’est encore une ignoble infamie, car on fouille et on lit depuis trois jours sans que Madame soit présente. C’est en dehors de toute loi, c’est un abus, un crime: ils ne peuvent pas faire ça sans que Madame soit présente, avec un témoin impartial au moins.

    Comme je vous l’ai dit, la police de Porto n’ayant rien trouvé contre Madame, cherche maintenant le dénonciateur, et Madame, de son côté, a un avocat qui va s’en occuper. Comme vous voyez, on a voulu la nouer avec trente-six mille ficelles, mais comme tout était faux et qu’on leur a tenu tête, ils n’ont pu aboutir et ils n’aboutiront pas à ce qu’ils voulaient (ces gens-là du Consulat, et peut-être d’autres).

    Donc, soyez tranquille. Madame se porte bien, elle est à l’hotel et ne vous écrit pas parce qu’il vaut mieux ne pas le faire. Cette affaire durera encore une semaine peut-être, car il faut continuer encore avec son avocat aussitôt qu’on saura qui a fait la fausse et ignoble accusation.

    J’ai envoye un paquet de journaux où on en parle.

    L’argent vous est parvenu? Il vous en arrivera encore. Soyez tranquille. Tout finira bien, la verite et la raison sont très puissantes. Tout Porto est au courant de ce cas, et Lisbonne aussi. Après, vous ferez des expositions artistiques, et le succès sera d’autant plus grand.

    Madame se porte bien ; elle n’est pas seule ; on s’y intéresse beaucoup. Je lui fais beaucoup de compagnie. Elle ira vous rejoindre aussitôt finies ces histoires. Donc, attendez-la. Donnez-moi de vos nouvelles à mon adresse À Manhufe. Donnez des nouvelles de Charlot, et soyez tranquille.

    Amitiés.
    SOUZA-CARDOZO

  4. P. Ferreira, Correspondance de quatre artistes portugais (…) avec Robert et Sonia Delaunay. – Paris: PUF, 1972)
  5. «Lusitania» era el nombre de la provincia romana que se corresponde actualmente con Portugal.