Paul Léautaud: “Gran Guerra, Apollinaire y la literatura francesa. Conversación con Robert Mallet”

Traducción del francés de Emilio Quintana en marcha (dateline: agosto 2010). Disfruten de la grabación que está al final de la página. Merece la pena.

Robert Mallet.- ¿Presintió usted a la altura de 1910 la importancia de Apollinaire en la evolución de la poesía francesa?
Paul Léautaud.- No, no, ese tipo de cosas no me ha importado nunca.
R. M.- ¿No se daba usted cuenta de la autoridad de Apollinaire en materia de gusto artístico, de la revolución que estaba a punto de operar en compañía de algunos pintores?
P. L.- Nunca estuve en situación de hablar de arte con él.
R. M.- Aunque nunca haya estado en situación, habría podido darse cuenta de su papel.
P. L.- No. Estaba fuera de mi ángulo de visión.
R. M.- Usted mantuvo con Apollinaire una correspondencia de la que desgraciadamente sólo se han conservado dos cartas o, al menos, sólo se han publicado dos. Están fechadas en 1914 y 1915. Esto me lleva a plantearle algunas cuestiones en relación con la conducta de Apollinaire, y con su propia actitud, durante la Gran Guerra. En una carta a Charles Morisse, de 1914, al principio de la guerra, le dice: «He recibido una carta muy curiosa de Apollinaire. Y digo «curiosa» por el tono que se desprende de sus palabras. Yo lo quiero mucho, pero, la verdad, ¿a qué demonios ha ido ahí? Dice que no se encuentra nada mal con su uniforme de artillero, que sus amigos le han ofrecido hospitalidad y refugio en Suiza durante el tiempo que dure la guerra, pero que esta tranquilidad la pagaría con el remordimiento. Dice también que ha pasado cuatro meses en Niza entregado a todo tipo de placeres pero que era imperioso arrancarse de esa felicidad para cumplir con su deber». Y concluye usted: «Todo eso me resulta curioso» . Me gustaría saber que es lo que «le resulta» curioso en las palabras de Apollinaire.
P. L.- Ha dicho usted Charles Morisse. Perdóneme, pero me temo que se trata de Paul…
R. M.- Sí. Paul Morisse, disculpe.
P. L.- Era todo muy gracioso porque a mí esas cosas no me afectaban para nada, y así se lo escribí a Apollinaire, cuando estaba en el frente, le dije: «¿Qué tiene usted que ver con toda esa historia?». Y sabe qué me respondió: «Hombre, he conseguido una cierta reputación en Francia y no me podía permitir hacer algo diferente a lo que he hecho».
R. M.- Eso es una prueba de honestidad. Supongo que aprueba el gesto.
P. L.- No… sí…
R. M.- ¿Qué habría hecho usted en su lugar?
P. L.- No sé lo que habría hecho, no puedo imaginarme la situación.
R. M.- Ya sé que usted no ha tenido nunca mucha imaginación, pero en todo caso, puede imaginar lo que habría hecho.
P. L.- No. No puedo ni imaginarlo. Apollinaire era de origen extranjero, era polaco pero vivía en Francia por azares de familia. Su situación como escritor, su reputación, es posible que le hayan hecho pensar que tenía ciertos deberes como ciudadano. No puedo ponerme en su lugar.
R. M.- En una de sus respuestas a Apollinaire, una carta en la que deslizó lo que usted mismo llama «un billetito» -fue usted muy generoso con él, porque ese billetito debía suponer para la época una buena parte de su sueldo-, en esta carta, le dice: «Su carta ha sido para mí una auténtica sorpresa. Nunca habría pensado que albergaba usted tales disposiciones y sentimientos. Había facetas suyas que aún no conocía. Y si no fuera el caso, ¿qué le ha cambiado?… En cuanto a mí -ni me alegro ni me lo reprocho- nada de lo que ha pasado en los últimos cinco meses me ha cambiado en lo más mínimo, y si acaso experimento algún sentimiento no es otro que el de horror y asco. Sin embargo, me alegro de ver que usted se encuentra en una disposición de espíritu opuesta». Le agradecería que me precisara lo que quiso expresar en esta carta, es decir, su fidelidad a ciertos sentimientos que siempre había tenido desde la infancia, fidelidad a la que se añade un nuevo sentimiento, el de «horror y asco» ante la guerra.
P. L.- Bueno, eso no es una fidelidad, sino más bien una ausencia completa de ciertos sentimientos.
R. M.- Era una fidelidad a la ausencia completa de ciertos sentimientos.
P. L.- Sí, claro. Mire, en 1914 fui a ver a Philippe Berthelot y le dije: «Escuche, no aguanto más en este ambiente de excitación, de crispación. ¿No sería posible que me nombraran juez de paz en provincias, en el agujero más pequeño y perdido que haya?». Y Berthelot me dijo: «Todo el mundo quiere venir a París para darle un impulso a su carrera. Y usted quiere marcharse al culo del mundo… No hay problema, se le puede dar satisfacción. Pero reflexione, y si mantiene en firme este deseo, vuelva a verme dentro de ocho días con Massié Bréiant (porque él pronunciaba así), y lo arreglamos». Por suerte…
R. M.- ¿Qué es lo que le hizo tomar la decisión definitiva?
P. L.- La duda. La verdad es que irse de París…
R. M.- !Podría haber hecho una buena carrera en la magistratura!
P. L.- Ya, enterrado en un rincón de provincias toda la vida… Y fue entonces cuando Philippe Berthelot me dijo: «Sabe usted, Léautaud, el objetivo es la destrucción de Austria» (país católico, ¿comprende, Mallet?). Sin embargo, al final de la guerra, tuve ocasión de volver a ver a Berthelot en el mismo despacho de Asuntos Exteriores. Me dijo: «¿Se acuerda usted, Léautaud, de lo que le dije sobre Austria? Bueno, pues ahora habría que reconstruirla». Por aquel entonces se había caído en la cuenta de que Austria constituía un bastión de separación con Rusia. Fue también entonces cuando me dijo: «Cien mil hombres mueren sobre el campo de batalla… Es una pena, claro… !pero perder un amigo en la guerra!».
R. M.- Usted experimenta por los hombres que no conoce el mismo sentimiento de compasión que por los que son sus amigos, cuando mueren.
P. L.- Sí, pero lo que yo repetía siempre por entonces era: «¿Por qué han dejado que les hagan esto?» Ah, si no se hubieran dejado.
R. M.- Habrían sufrido una suerte injusta en todo caso, porque los habrían castigado por desertar. Los habrían metido en prisión o incluso…
P. L.- Suponga que un millón de hombres hubieran dicho desde los dos bandos: «!A tomar por culo!». No se puede fusilar a un millón de personas.
R. M.- Eso está claro, pero uno siempre piensa que su compañero no lo va a seguir. La gente se sube al carro del que manda. Es el secreto de las guerras.
P. L.- Eso es una vergüenza.
R. M.- Usted se pronunció siempre, durante la guerra del 14-18, contra la literatura de propaganda patriótica, contra la de Barrès, por ejemplo, incluso contra la de Gourmont.
P. L.- Evidentemente…
R. M.- Bien. Pero, ¿no está de acuerdo en que si los escritores evitan los versos fratricidas de circunstancias en una guerra, le reservan el monopolio de este tipo de escritura a los políticos y a los militares? ¿no piensa igualmente que el escritor tiene el deber de no callar a la vista de las penalidades de los combatientes y que ponerlas por escrito, suponiendo que la censura le permirta hacerlo?
P. L.- Eso es muy dudoso. Hay argumentos a favor y en contra. En fin…
R. M.- Como crítico teatral usted trató de conciliar los dos puntos de vista. Me he dado cuenta después de leer atentamente sus crónicas. Usted consiguió, en plena guerra, decir lo que pensaba, sin que se le echara encima la censura. En noviembre de 1915 comenta usted comenta de esta manera una estrofa de una revista de Rip en la que un soldado canta: «!Tralalá, los vamos a desbordar. Aguantamos, sin miedo alguno. No cambiaría mi puesto por una bola de cañón!», y usted no tuvo reparos en decir: «Esperemos que los desborden y que el combatiente de la otra parte no esté cantando lo mismo en ese momento refiriéndose a sus adversarios».
P. L.- Hay una crónica teatral de esa época -no sé cuál (como sabe, después de la trepanación, Apollinaire, una vez restablecido, entró como censor en una oficina que tenía su despacho en el edificio de la Bolsa)… Bueno, pues hay una crónica para la que fui a verlo a su despacho porque quería hacerle una petición: «Oiga, que no se me suprima nada».
R. M.- ¿Apollinaire actuaba para no censurar?
P. L.- Sí.
R. M.- Tengo la impresión de que para usted, en caso de guerra, la inteligencia no debe nunca ceder a lo que se suele llamar la necesidad sentimental. Usted desea que la inteligencia predomine siempre.
P. L.- Si tuviéramos otra guerra, ese sería mi programa.
R. M.- Sin embargo, ¿no hizo coincidir en algún caso inteligencia y sentimiento, precisamente en medio de la guerra, con el elogio de François Porché, que había sabido unir en un mismo sentimiento de piedad a franceses y alemanes. ¿No es esta la prueba de que su inteligencia no está exenta de corazón y de que intenta justificar la una con el otro?
P. L.- Eso no tiene que ver con el corazón. Porché es la inteligencia, en él habla la razón, es la clarividencia.
R. M.- Existe también una clarividencia del corazón.
P. L.- !No!
R. M.- Usted la tiene, aunque no la quiera reconocer.
P. L.- Si hay víctimas por ambos bandos, tengamos respeto por ambos bandos, tengamos conmiseración por ambos bandos.
R. M.- Tener esta posibilidad de razonar significa que se está en posesión de un corazón que le permite razonar de esta manera.
P. L.- !Para nada!
R. M.- Adonde usted llega sólo se puede llegar a través del corazón.
P. L.- Sólo se puede llegar a través de la inteligencia. Lo único que hay que tener es una inteligencia que domine al corazón. El corazón por sí mismo, lo que diría es esto: «!Viva Francia! !Abajo los boches!». Eso es el corazón. En cambio, la razón de Porché lo que decía…

R. M.- Usted habla de un corazón alicorto, pobre, no de un corazón entendido en un sentido amplio del término. !El corazón es algo tan generoso! Aprobaba usted la actitud de Romain Rolland que, desde su refugio en Suiza, expresaba…
P. L.- !Un momento, Romain Rolland no se refugió en Suiza!
R. M.- Cierto, vivía en Suiza.
P. L.- Como sabe usted bien, se le ha echado eso en cara, se le ha reprochado que había salido huyendo, que se había ido de Francia para irse a Suiza.
R. M.- Sí, me he expresado de forma inexacta; vivía en Suiza. ¿Aprobaba usted las ideas que expresa en Au-dessus de la mêlée, ideas llenas de inteligencia y de generosidad, pero que podían suscitar al mismo tiempo dudas entre los combatientes franceses?
P. L.- Amigo mío, he pensado siempre, entonces y ahora, que Au-dessus de la mêlée es una pamplina, una chorrada. En aquella época leí una obra de un tal Follin titulada L´idolâtrie patriotique, que, como texto subversivo en torno a la idea de patriotismo, le da mil vueltas al panfleto de Rolland.
R. M.- ¿Por qué dice que Au-dessus de la mêlée es una chorrada?
P. L.- Porque es un monumento a la cursilería. Mientras que el otro libro no da masticaditas las palabras. Tengo que buscarlo en casa y enseñárselo. Romain Rolland tenía alma de predicador. Esos raptos de devoción continuos… !Es una cosa lamentable!
R. M.- Pero usted califica de tontería y de cursilada una obra como Au-dessus de la mêlée, al mismo tiempo que aprecia Les Butors et la Finette, que es un texto menos vigoroso que Au-dessus de la mêlée. No entiendo el motivo por el que usa dos varas de medir.
P. L.- Mire, yo le digo lo que me gusta y lo que no me gusta. Au-dessus de la mêlée es una patochada.
R. M.- Por lo demás, yo no le estoy preguntando por su opinión sobre Au-dessus de la mêlée, sino por la oportunidad o no de su publicación durante la guerra.
P.L.- Ya, ya. Se hizo bien en dejar que se publicase el folleto de Follin, que era otra cosa.
R. M.- ¿En Francia?
P. L.- Sí.
R. M.- ¿Y qué consecuencias tuvo para Follin?
P. L.- Ninguna.
R. M.- ¿Nadie lo molestó?
P. L.- En absoluto. Está muerto, creo que murió hace dos años, en la ciudad de provincias en que vivía…
R. M.- ¿No piensa usted que si un escritor no se solidariza con su comunidad nacional en caso de guerra, lo mejor es que se calle, o que hable como lo hizo usted, con una reserva que compatibilice sensibilidad nacional y sinceridad de escritor?
P. L.- Creo que uno puede o callarse o meterse en el «fregao» con todas las consecuencias.
R. M.- Sin embargo, usted ni se metió «en el fregao» ni se calló. De forma que obtuvo un resultado intermedio, bastante equilibrado, que le permitió ser sincero sin que lo censuraran ni lo encerraran si hubiera hecho falta.
P. L.- (Risas) No estoy seguro de que en aquella época se encerrara a nadie por eso.
R. M.- Claro que sí.
P. L.- Vaya.
R. M.- De lo que lleva dicho se deduce que el desencadenamiento de la guerra del 14-18 no tuvo ninguna influencia en su forma de pensar, al contrario de lo que pasó con Rémy de Gourmont, Apollinaire, Gustave Hervé.
P. L.- En cuanto a Apollinaire, hay que tener cierta reserva, porque no sabemos lo que pasaba en su interior, no sabemos qué móvil que lo guiaba, no sabemos si lo que hizo estaba motivado por la necesidad de hacer carrera.
R. M.- … y por el sentimiento.
P. L.- !Ah! !Ya estamos otra vez con lo de los sentimientos!… En fin… es posible.
R. M.- Si su forma de pensar no ha cambiado, su forma de vivir tuvo necesariamente que transformarse a causa de la guerra; la regularidad de su existencia tuvo que verse inevitablemente entorpecida, lo quisiera o no.
P. L.- ¿Por qué piensa usted que la guerra me entorpeció la vida?…
R. M.- ¿Acaso no dejó usted París en 1914?
P. L.- Sí. Me fui de París cuando una amiga de Pornic vino a buscarme para que la ayudara a transportar sus animales a otra parte.
R. M.- Si esta persona no se lo hubiera pedido, ¿se habría quedado en París?
P. L.- Por supuesto.
R. M.- ¿No habría sentido miedo ante una posible invasión?
P. L.- Nunca he tenido miedo ante nada, puede que por mi ligereza de espíritu, pero nunca he sentido miedo de nada, y no le doy mayor importancia.
R. M.- O sea, que se fue a Pornic a por los animales.
P. L.- Sí, los animales de la «Fléau».
R. M.- ¿Cuántos eran?
P. L.- Doce o quince.
R. M.- Bueno… Un viaje así debió ser para usted un viaje de placer.
P. L.- Sí, claro, !tardé tres días en llegar a Pornic!
R.M.- Esto es lo máximo que ha hecho usted por una mujer. Por otra parte, lo haría más por los animales más que por ella.
P. L.- En cuanto llegué a Pornic, tuvimos una pelea tremenda.
R. M.- ……………………..
P. L.- Tardé en llegar tres días. El tren se paraba de vez en cuando dos o tres horas en el campo desierto, porque debía dejar que otros trenes pasaran. Bueno, a esto que el tren se para en una extenso espacio desierto, en el que no había nada de nada, y ella me dice: «Ve a buscarme un melón». Y le digo: «Mira, querida, ¿cómo quieres que te busque un melón? Espérate a que lleguemos a Pornic y allí compramos un melón». A esto no me contestó, pero cuando llegamos a Pornic, me montó un pollo tremedo porque yo no había entendido que se moría de sed y que tenía que ir a buscarle un melón. Tenga usted en cuenta que si hubiera ido a buscarle un melón -había que recorrer dos kilómetros para eso- igual cuando hubiera vuelto, el tren se habría ido (Risas)
R. M.- Ella pensó que ya que usted estaba dispuesto a afrontar tres días de tren por ella, no le costaba nada hacer un par de kilómetros más a pie entre dos paradas.
P. L.- ¿Y si el tren se hubiera ido?…
R. M.- ¿Cuánto tiempo pasaron en Pornic?
P. L.- Un mes.
R. M.- ¿Vivían juntos?
P. L.- Sí.
R. M.- ¿Con el marido?
P. L.- Sí.
R. M.- Perfecto. Todo el mundo contento. ¿Y los quince animales?…
P. L.- Los paseaba por la playa a todos juntos. Cuando me paraba, se paraban. Cuando me ponía otra vez en marcha, se ponían en marcha. Era muy divertido.
R. M.- ¿La «Fléau» cuidaba de usted?
P. L.- Lo tengo escrito, que la atención más importante que tuvo conmigo estando allí fue la de hacerme dormir en el sótano.
R. M.- ¿No sería en cualquier caso por miedo a los bombardeos?
P. L.- !Claro que no! Fue porque yo no quería separarme de los animales, que corrían el riesgo de perderse al sentirse desconcertados. Y como ella se negaba a que durmieran conmigo en la casa, fui yo quien decidió irse al sótano con los gatos… !Uf, vaya estancia!
R. M.- ¿Se aburrió usted en Pornic, a pesar de la numerosa compañía?
P. L.- En fin, tenía algunas distracciones… (Risas)
R. M.- Creo que el espectáculo del mar no tiene para usted el menor atractivo y que acaba incluso por cansarle.
P. L.- Sí, sí.
R. M.- Escribió: «El mar me aburre. Haré como que estoy en un pueblecito de Seine-et-Marne. Delante del mar tengo una sensación de vacío, de fastidio. El ruído que hace lo encuentro siniestro». ¿Cómo explicaría usted esta antipatía por el mar?
P. L.- No hay nada que explicar, es así. Pero me acuerdo de que esbocé unos versos sobre marido y mujer.
R. M.- No los conozco. ¿Le apetece decirlos? Seguro que se los sabe de memoria.
P. L.- Sí. Empiezan así:

Pour sauver chiens et chats des guerrières houles
Avec Anna Queyssac j´ai sauté dans le train
Pour trouver un abri à Gourmalon-les-Moules
Si la plage en a peu, les chalets en sont pleins.

R. M.- ¿Pero cómo explica usted -y vuelvo de nuevo al tema- una repulsión tan absoluta por el mar? Un hombre como usted, amante de la soledad, cabría pensar que el mar debería procurarle una cierta impresión de espacio desierto muy agradable.
P. L.- Eso no tiene explicación, es así y punto, ¿no? Por más que lo miraba, me parecía una lata…
R. M.- ¿No podría ser que esta denigración del mar formara parte de esa hostilidad sistemática suya hacia la naturaleza?
P. L.- Me gusta más una pequeña orilla en una paisaje, más que el mar.
R. M.- ¿Lo abruma esa impresión de inmensidad?
P. L.- Un domingo fui al campo de picnic, no recuerdo a dónde. Y bueno, el coche tuvo que atravesar el Marne, que nunca lo había visto, y me dije: «Oye, no está tan mal…».
R. M.- Resumiendo, un poco de agua le gusta, pero ya demasiada le aburre.
P. L.- Encuentro que una orilla tiene más expresión en un paisaje que el mar.
R. M.- Es más sutil.
P. L.- Más fino, más íntimo.
R. M.- ¿No ha encontrado usted nunca consolación en la naturaleza?
P. L.- ¿Consolación de qué?
R. M.- Quiero decir, una calma, un descanso.
P. L.- !Nunca, nunca! Para mí la naturaleza es una cosa espantosa. Piense usted en todas las muertes sucesivas que representa la naturaleza. En la naturaleza, el pequeño sirve de alimento al grande, la naturaleza no es más que una sucesión de crueldades. !Los árboles! !Incluso los árboles! Se matan entre ellos con las raíces y con las sombras de las copas.
R. M.- Ya veo. Esto que está diciendo es la exacta transcripción de lo que dice Vigny en la Maison du Berger. Usted es un pesimista a lo Vigny por lo que se refiere a la naturaleza.
P. L.- !Ajá! !Usted lo que quiere es hacer de mí un romántico! (Risas)
R. M.- Esa forma de naturaleza que usted encontró en Pornic, esa naturaleza marítima que por lo visto tanto le decepcionó la proximidad, por no decir la promiscuidad, con el marido?
P. L.- No, el marido era un encanto, pero un encanto, vamos.
R. M.- ¿Un encanto?
P. L.- Sí. Se pasaba las noches en el tejado porque le gustaba la astronomía.
R. M.- Era un marido comprensivo.
P. L.- !Para nada!
R. M.- Quiero decir, que no entendía nada…
P. L.- No se le pasaba por la cabeza que a alguien le gustara hacer el amor en casa de otro. Ese tipo no de cosas ni las contemplaba.
R. M.- Bueno, el caso es que usted volvió a París, a pesar de los encantos de la «Fléau». Tenía por entonces cuarenta y tres años, ¿no?
P. L.- Exacto.
R. M.- Lo habían licenciado, tras una corta experiencia como «chasseur a pied», más extravagante que disciplinada. ¿No tuvo ninguna otra experiencia militar durante la guerra del 14-18?
P. L.- Me llamaron a filas con la ley Dalbiez, en 1916.
R. M.- ¿Tuvo que comparecer de nuevo ante un nuevo «conseil de reforme»?
P. L.- Se habían …… consejos de revisión para revisar a todos los licenciados. Así que tuve que pasar por un consejo de revisión, y allí encontré a un mayor que me tomó como servicio auxiliar. Estuve de uniforme otra vez una mañana.
R. M.- ¿Sólo una mañana?
P. L.- Sí, y me costó veinte francos, sólo Dios sabe lo jodido que estaba
R. M.- O sea, que durante la guerra del 14-18 usted fue soldado de uniforme pero sólo una mañana. ¿Cómo terminó su nueva carrera?
P. L.- Con la desmovilización, al fin de la guerra. Pero nunca estuve en un cuartel.
R. M.- Me acaba de decir que usted fue soldado sólo un día.
P. L.- Sí, pero le he dicho «soldado de uniforme».
R. M.- Pero el hecho de que usted vistiera de civil es una prueba de que había sido desmovilizado.
P. L.- Yo estaba en el Mercure. Y al mismo tiempo estaba movilizado. Me pagaban una soldada.
R. M.- ¿Era usted auxiliar… en el Mercure? ¿Ya no cobraba el sueldo del Mercure sino una soldada del Ejército?
P. L.- Cobraba la mitad de mi sueldo en el Mercure, y aparte me pagaban la soldada.
R. M.- En definitiva, que estuvo movilizado, o mejor dicho «inmovilizado» en el Mercure?
P. L.- Como usted quiera…
R. M.- ¿No tiene alguna anécdota que contarnos sobre esta nueva experiencia militar?
P. L.- Sí, claro, tengo muchas. Le voy a contar una. Se había decidido que los hombres movilizados como yo tenían que presentarse una vez al mes en el patio de un cuartel. Bueno, pues me acuerdo de una vez que nos llamaron a la Escuela Militar. Hacía un calor tremendo, y parece que en aquel momento los alemanes habían desencadenado un ataque relámpago en la zona de Château-Thierry.
R. M.- Sí, en 1918.
P. L.- Es un ataque que creó una gran alarma. Bueno, pues allí estaba yo. Llevábamos hora y media esperando, en el patio de la Escuela Militar, al teniente que tenía que llamarnos, bajo un sol abrasador. Yo tenía al lado a un chico que se secaba el sudor y que empezó a decir: «!Uf, vaya sol!». Y voy yo y digo en voz alta -todo esto me salió rapidísimo, como sin querer: «!Este no es el sol de Austerlitz!…». Por poco no me denuncia…
R. M.- En fin, que usted por su propia constitución no era apto como soldado, es decir, por su constitución intelectual. Esta incapacidad suya de seguirle el juego al patriotismo, ¿le viene de un horror instintivo a la guerra? Usted ha escrito: «La guerra me provoca horror y asco».
P. L.- Sí, el horror de la carnicería, de la masacre. He sido un militar indisciplinado porque todo lo que representa el uniforme me horroriza. Hay personas que sienten pasión por el ejército, por los desfiles y por todo ese tipo de cosas. Yo lo que siento es repulsión. Y cuando no siento repulsión, lo que me produce es una indiferencia absoluta.
R. M.- Sin embargo, usted no fue indiferente a la muerte de los soldados, a tenor de algunas páginas de su Journal en las que habla de las muertes de Alain Fournier y de Pergaud, por ejemplo…
P. L.- Naturalmente, si mataban a un escritor que yo conocía, de alguna forma me afectaba. Pero yo conocí poco a Alain Fournier. Antes de la guerra, escribía en el Paris-Journal, una especie de gacetilla. De modo que se pasaba por el Mercure para ver si pillaba algunos ecos literarios.
R. M.- ¿Ha leído usted el Grand Meaulnes?
P. L.- No, nunca lo he leído.
R. M.- ¿Y nunca ha sentido el deseo de leerlo?
P. L.- No.
R. M.- Otra víctima de la guerra a la que usted conoció bien es Pergaud.
P. L.- Sí.
R. M.- Había publicado en el Mercure de France una obra de inspiración rústica titulada De Goupil à Margot, una obra en la que demostraba tener unas importantes dotes de observación y de evocación.
P. L.- Sí. Conocía muy bien a los animales.
R. M.- Cuando supo que había muerto, usted escribió una frase que demostraría que este hecho le produjo una profunda pena.
P. L.- Sí, es posible. Me acuerdo de haber recibido una carta desde el frente de Pergaud en la que me decía con satisfacción: «Aquí se mata a los boches como a conejos». En fin, es muy posible que de la otra parte del frente hubiera un boche que estuviera diciendo lo mismo, que se mataba a los «Französe» como a conejos…
R. M.- En cuanto a Péguy, creo que ustedes no entablaron nunca relaciones.
P. L.- Nunca lo conocí y la verdad es que no lo echo en falta. Pero conozco ciertos versos que escribió durante la guerra…
R. M.- Por ejemplo:

Heureux ceux qui sont morts dans une juste guerre?

P. L.- Sí. Una cosa monstruosa. Y luego versos como:

Demain sur nos tombeaux
Les blés seront plus beaux.

¿Hacía falta escribir cosas tan repugnantes?

R. M.- Sin embargo, aunque para usted (y también para mí, por otra parte) no existen las guerras justas, ninguna guerra tiene justificación, está dispuesto a admitir que los combatientes pueden ser justos.
P. L.- ¿Y eso cómo, de qué manera?
R. M.- No sé, pueden ser justos en su sacrificio, en su sufrimiento, y justos en su vida. Cada uno individualmente puede estar sujeto a una justicia.
P. L.- !No me hable de esas cosas! !Yo no tengo nada que ver con eso!
R. M.- ¿No distingue usted entre las guerras injustas y los hombres que pueden ir a ellas movidos por un ideal de justicia?
P. L.- No se trata de eso, se trata de no caer en la trampa.
R. M.- Se trata de ver las cosas tal y como son. Se puede estar contra la guerra y estar obligado a combatir, y batirse con espíritu de sacrificio, como si fuera una devoción…
P. L.- !Que no! ¿Estar obligado a combatir? ¿Usted lo acepta eso?
R. M.- A usted lo obligaron a aceptarlo y lo hicieron auxiliar.
P. L.- En todo caso, si me hubieran mandado al frente como soldado, nunca habría escrito lo que escribió Pergaud.
R. M.- Lo ve, usted habría sido probablemente un combatiente justo.

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